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19 de junio de 2016

Nubosidad variable

«Lo importante era hacer acopio de serenidad y saborear aquella excitación tan grande ante la idea de contestar «quiero» a cualquier invitación o desafío. Se avecinaba un juego inédito, aunque muy antiguo también, el gran juego apasionante del que todo el mundo tiene referencias y que hasta entonces yo sólo había disfrutado a través de las que me llegaban del cine y los libros. Mariana opinaba que me estaba envenenando con tantas historias de amor literarias y que aquellas pistas falaces de las novelas y del cine me iban a despistar cuando intentara aplicarlas a mi propia historia.

—No tendré que pedir ninguna pista a nadie, no te preocupes —protestaba yo—. Sabré yo sola muy bien lo que tengo que hacer cuando llegue el caso.
—¿Y cómo sabrás que ha llegado el caso? —insistía Mariana.
—Porque tendré ganas de gustar. Me lo dirá el cuerpo. Y la imaginación y la inteligencia se crecerán, obedeciendo a las señales del cuerpo, querrán ponerse a su altura.

Todo se iba cumpliendo, con el añadido de un regalo premonitorio. La imaginación tenía que abarcar mucho para ponerse a la altura de un cuerpo que llevaba veinticuatro horas con ganas de gustar, que, resucitando inopinadamente al conjuro de un hada madrina, se había vestido de gala y había ensayado ante el espejo una función sin réplica; que estaba deseando convertirse, a su vez, en espejo. El mismo cuerpo que ahora acababa de desprenderse en silencio de los zapatos y subía los pies al sofá con languidez teatral; gesto, por cierto, que pareció hallar eco en el otro actor y provocar un amago de torsión en su cabeza, aunque tan tenue y breve que la chica de rojo no tuvo tiempo más que para adivinar entre pestañas el remate de una garganta memorable.»

Carmen Martín Gaite
Nubosidad variable

7 de junio de 2015

Retahílas

«A Harry se lo dije al final de la visita; ya eran más de las tres de la mañana cuando me fui, me había estado enseñando al final toda la casa y le digo al salir, parándome en la puerta de la cocina y echando una mirada adentro como para despedirme: “Oye, no sé si he soñado todo esto que hemos estado hablando, ni si tu casa y tú sois verdad, no te das cuenta de lo poco que tienes que ver con papá, y es lo que me parece increíble, que no te des cuenta, no tenéis que ver nada” y él me dijo que a la gente no es tan fácil conocerla y si es familia menos, habló en general, sin referirse al caso concreto de las diferencias entre papá y él, como si las conociera y les diera importancia o como negándome que existieran, no sé. Y esto te lo explicas a veces en casos de amistades pasadas, cuando se te enquista el recuerdo de una persona de una determinada manera y te sigues refiriendo siempre a esa imagen pasada; pero es que, Eulalia, Harry y papá no es que hayan sido amigos, es que lo son todavía, se siguen escribiendo, había recibido una carta larga hacía dos días y estaba contentísimo, dice que es la persona que más le gusta que le escriba, lo adora, y te presenta a un ser conflictivo al que tú no conoces ni por el forro, dices “¿será posible?”; y al volverle a ver, es lógico, le pasaría a cualquiera, ya no miras a ese ser que no tenías ni idea, a ver si aparece algún atisbo de él, que fue lo que me ocurrió a mí en cuanto me lo eché a la cara y luego durante tres o cuatro días, estaba como al acecho, ¿entiendes? Debajo de los gestos habituales de coger un vaso sobándole la parte de abajo con las yemas de los dedos o de entornar los ojos cuando habla mucha gente a la vez o de quitarse distraído hilitos y motas de la chaqueta o, no sé, cosas que ha hecho toda la vida como esa falsa tranquilidad cuando otro se exalta, ¿sabes?, que dice así bajito como para él mismo “que sí, que sí, de acuerdo” y se tapa un poquito la boca, pues a todo eso le buscaba yo su razón escondida.»

Carmen Martín Gaite
Retahílas

5 de junio de 2014

Nubosidad variable






«Cuando entro en la cocina a beber, por de pronto, más agua y a mirar si hay un poco de comida para este amigo inesperado, voy pensando, mientras le rasco con mimo la cabeza, que ando yo muy falta de cariño y lo peor es que ya me he acostumbrado y no lo noto, tiene que aparecérseme un animalito como éste para que me dé cuenta. Desde que murió mamá, me he ido encerrando en mí misma cada vez más, como ella a quien yo tanto se lo reprochaba, “Pero llama a alguna amiga, por favor; claro, no las tienes porque no las llamas, si no riegas los tiestos también se te secan, ¿no?”, y ella que la dejara en paz, que le daba pereza. Es malo aislarse así. Soledad me lo dijo el otro día hablando de su madre, que o se reconcome por no darle tres cuartos al pregonero de lo que le está pasando, o si no les suelta el veneno a los hijos. Y eso tampoco. No quiero acabar como esa señora ni como mamá, la pobre, más sola que la una, resentida, que antes la mataban que pedir auxilio o un mimo, hay que saber mantenerse una en su sitio –decía-, siempre esperando que la vinieran a buscar a ella, sin tener de quién echar mano cuando le entraran ganas de hacer confidencias o de pasarlo bien, pues no sé, con una amiga de la propia edad y gustos parecidos, porque los chicos en cuanto crecen ya radian en otra onda y hablan raro y no sabes lo que piensan de ti, y en cambio con las amigas puedes desahogarte y decir que la vida es un asco, pero también reírte y quitarle importancia a los disgustos de juventud, y recordar cosas de los veraneos y letras de canciones y películas, en fin, un intercambio, porque, si no, acabas loca, pierdes hasta el sentido del humor.»

Carmen Martín Gaite
Nubosidad variable

24 de mayo de 2013

Entre visillos

“Julia subió el escalón con las rodillas, y acercó los ojos a la rejilla de su lado que acababa de abrirse. Distinguió confusamente los rasgos abultados del rostro de don Luis.

—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida.
—Padre, soy Julia.
—Ah, Julia. Julita. Vamos a ver, hija.

Siempre aquella cosa en la garganta, como un latido apresurado que entorpecía las primeras palabras. Siempre desde pequeña, y cada vez más agudizado. Sentía a sus espaldas las luces de las velas, los cánticos, los rezos, los ojos guiñados de los santos, mezclarse, menearse en un jarabe espeso y giratorio que se aplastaba contra ella inmovilizándola de cara a la madera, aturdiéndola con su hervor confuso. Apretó dentro del bolsillo de la chaqueta el papel arrugado y sobadísimo. Antes, a la luz escasa de una bombilla lo había estado repasando, pero la verdad es que fue más bien por deleite. Lo había escrito anoche, cuando el insomnio.

—Verá, padre, que algunas veces cuando he ido al cine, me excito y tengo malos sueños.

La cuestión era empezar aunque fuera con un rodeo, despegar la lengua, sentírsela húmeda.

—El cine, siempre el cine, cuántas veces lo mismo. Ahí está el mal consejero, ese dulce veneno que os mata a todas. Pero sueños, ¿cómo dormida?
—Sí, padre, casi siempre dormida. Aunque anoche no tanto. Anoche estaba bastante despierta y lo pensé porque quise. Y si estoy dormida, cuando me despierto me gusta haber soñado esas cosas.
—Pero de qué son esos sueños, vamos a ver. Anoche, por ejemplo, ¿qué soñabas?
—Nada, acordándome de mi novio, sobre todo de esa vez que fui a verle en Santander a su pensión, y de cuando nos bañábamos ese verano, y nos íbamos solos hasta las rocas.
—Pero, hija de mi alma, eso ya está confesado y perdonado mil veces. No te atormentes con pecados viejos. Después de aquello, Dios ha tenido misericordia de ti y te ha dado siempre fuerza para preservar en el camino de la virtud. —Julia guardó silencio—. ¿No es así?
—Sí, padre.”

Carmen Martín Gaite
Entre visillos

6 de febrero de 2012

La Reina de las Nieves

“-La voy a echar de menos un montón –proseguía-. No creas que no la quiero por eso que te he dicho de que le tengo envidia. Más bien es que la admiro, que querría ser como ella. Yo todo lo estropeo por hablar tanto, y además sin ton ni son. Hay que tener gracia para enrollarse, eso es lo que pasa. Que unos la tenéis y otros no la tenemos. ¿Te aburro?
-No especialmente.
-Dime que piensas.
-Que cada uno tiene que sacarle partido a cómo es. No sirve darle vueltas. Y también en lo bonita que es esa canción, olvídate de Mónica por un momento y atiende a lo que dice. I go to pieces each time someone speaks your name…

Se encogió de hombros. Parecía, abrumada, incapaz de desterrar -pensé- el espectro de su amiga.

-No sé inglés –confesó-. ¿Por qué no me lo traduces?
-A ver. Dame esa agenda que llevas siempre contigo.

Abrió el bolso, que tenía estrujado contra la pared, y me la alargó muy contenta. Estaba forrada de piel gris. También sacó un boli.

-¿Aquí? Esto es diciembre.
-No, espera. Mejor en esas hojas rayadas del final…

Me quedo hecha polvo
cada vez que alguien
pronuncia tu nombre,
no soporto que me consideres
simplemente tu amiga.

-¡Qué bonita letra te sale! Y tan aprisa.
-¡Cállate, por favor, que me confundes!

Quieres que me comporte
como si nunca
nos hubiéramos besado,
me pides que salga,
que conozca a chicos nuevos,
y yo lo intento
una vez y otra y otra,
pero como si nada,
es volverte a ver,
y cuando te vas,
me quedo hecha polvo.”


Carmen Martín Gaite
La Reina de las Nieves

Imagen: Patsy Cline, quién cantaba I Fall To Pieces, la canción a la que se refiere el fragmento. 

15 de noviembre de 2011

Retahílas


“-Perdidos andamos todos, hombre. Lo único que a veces puede despertar curiosidad es saber con respecto a qué brújula. Porque a lo largo de la vida no hace uno más que inventarse brújulas o fijarse en las que inventan otro. Eso es lo que cambia; los bandazos son siempre los mismos: del entusiasmo a la decepción pasando por esa zona media de la conformidad, guarida preferente para la mayoría, donde el tiempo se ensaña, sin embargo, y pega sus dentelladas más crueles; pero la gente que pone la vela al pairo de la conformidad no sabe esto, piensa que está hurtando su trayectoria a las fauces del tiempo, que es un viaje amortiguado y subrepticio. Y al fin, mientras no caigan en la cuenta del engaño qué más da, se lo creen, pues vale, el caso es ir trampeando, todos los expedientes, en definitiva, son para mientras alguien crea en ellos. Tu padre tendrá sus remolinos como tú y yo; a ratos llevará paso de minué y a ratos de aquelarre, lo que pasa es las sucesivas referencias de su viaje se nos escapan porque nos traen sin cuidado. A mí, por lo menos, me traen sin cuidado. A Harry posiblemente no, por eso trata de entenderlo y de justificarlo. Yo no lo entiendo porque ya no me intriga, en el fondo es por eso: he dejado de pelear por él. Podríamos estar igual de separados y no haberlo perdido, que no me diera igual –como me da- ver su nombre en la prensa vinculado a homenajes oficiales, con toda esa bambolla de cargos, consejero, accionista, de banquete en congreso, de congreso en recepción; pero es que me da igual, no le quiero. Querer a una persona es quererla en lo que la separa de nosotros, en sus errores y calamidades, es quererla querer, empecinarse, es brega solitaria si lo vas a mirar, una pura pelea a tumba abierta contra las evidencias. Pero yo por Germán he peleado poco, me dejó de irritar hace ya mucho tiempo. Antes sí, discutíamos, de niños sobre todo, le quería meter en la cabeza todas mis opiniones y deseos, ¡qué ganas de pegarle!; éramos muy distintos, sí, pero le quería y hasta mucho después de acabar su carrera y yo la mía, aún seguía sin darlo por perdido, me obsesionaba la idea de sacarlo de sus casillas, de su raíles, quería que descarrilara; un día él se dio cuenta y me dijo: «Pero a ti, ¿qué te pasa?, ¿quieres que descarrile?», y yo indignada: «Eso es lo que quiero, sí, justamente, mira por donde todavía das alguna en el clavo, que descarriles y te abras la cabeza»; y le quise pegar porque estaba tranquilo, se había echado a reír mientras hablaba yo y me sacó de quicio, aquello era quererle, ahora nunca me indigna. Y mediaba tu madre muchas veces: «Pero déjalo en paz, ¿no ves que él es así?», sin darse cuenta de que contribuía a mi exasperación desde que se hizo novia de Germán por aquella tendencia suya a dejarlo a su aire, a aceptarlo como era. «No pretendo cambiarlo –decía- no te pongas pesada, cuando tú te enamores hablaremos, quieres lo que te dan y como te lo dan, exactamente eso es lo que quiere cuando media el amor, un día lo sabrás», con aquella sonrisa contemporizadora, como queriendo que se oyeran las palabras que decía, pero al mismo tiempo arriesgándolas a un torbellino donde todos hablaban mucho más alto, las perfilaba como avergonzándome de que pudieran herir, yo no sé si te acuerdas de la voz de tu madre, valiente pero tímida, sin desafiar, qué encanto de mujer. Pero él la avasallaba; creo que le empecé a tomar aversión a fuerza de quererla a ella cada vez más, había que elegir entre los dos, no había más remedio, nunca pude mirarlos como a un grupo armonioso, la verdad yo no sé como ella lo aguantaba. Ni entiendo lo que busca exactamente tu padre en las mujeres, que a veces no parecen importarle en absoluto, ni cómo se ha podido casar con dos tan diferentes, ni si las ha querido ni cómo ni llevado de qué idea, es que no entiendo nada. Y tampoco me importa, ya te he dicho, en eso está el secreto.”


Carmen Martín Gaite
Retahílas

14 de agosto de 2011

Nubosidad variable

“Ayer no la había visto en todo el día. Me desperté muy temprano y cogí un coche de línea que lleva a Cádiz. Estuve deambulando por la Caleta, por el barrio de la Viña y por distintas calles y plazas que me traían el recuerdo idealizado de Manolo. Me quedé un rato apoyada en el mirador de Santa Elena, viendo los trenes desde arriba, todo ese laberinto de vías que se cruzan, con la bahía al fondo. Tiene una hermosura desolada, de postal antigua. «Es un sitio adonde vengo desde pequeño siempre que tengo ganas de llorar», me confesó Manolo en el último paseo que dimos juntos aquel verano, poco antes de que saliera mi tren. No habíamos hablado mucho. Él había quedado en que me iría a visitar a Madrid, pero yo sabía que ya todo iba a ser distinto, que se estaba consumiendo un verano irrepetible. «Márchate –le dije ya en la estación, adonde habíamos llegado con mucho tiempo-. No me gustan las despedidas. No sabe uno qué decir.» No dijo nada. Acababa de ayudarme a poner los bultos en la red de mi compartimiento de Wagon-lit, y estábamos sentados allí, en el borde del sofá, como dos tontos. Todavía recuerdo el beso que me dio antes de levantarse y salir corriendo, como alma que lleva el diablo. Un beso de fuego líquido, de los que dejan cicatriz. Poco después, cuando el tren emprendió la marcha, iba yo asomada a una de las ventanillas del descansillo, y reconocí, a la luz del ocaso, el murallón donde viene pintado con letras enormes el nombre de la ciudad. Coronándolo, está el mirador de Santa Elena. Alcé los ojos con una súbita corazonada. Había allí un hombre agitando un pañuelo.”

Carmen Martín Gaite
Nubosidad variable

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