“Ayer no la había visto en todo el día. Me desperté muy temprano y cogí un coche de línea que lleva a Cádiz. Estuve deambulando por la Caleta, por el barrio de la Viña y por distintas calles y plazas que me traían el recuerdo idealizado de Manolo. Me quedé un rato apoyada en el mirador de Santa Elena, viendo los trenes desde arriba, todo ese laberinto de vías que se cruzan, con la bahía al fondo. Tiene una hermosura desolada, de postal antigua. «Es un sitio adonde vengo desde pequeño siempre que tengo ganas de llorar», me confesó Manolo en el último paseo que dimos juntos aquel verano, poco antes de que saliera mi tren. No habíamos hablado mucho. Él había quedado en que me iría a visitar a Madrid, pero yo sabía que ya todo iba a ser distinto, que se estaba consumiendo un verano irrepetible. «Márchate –le dije ya en la estación, adonde habíamos llegado con mucho tiempo-. No me gustan las despedidas. No sabe uno qué decir.» No dijo nada. Acababa de ayudarme a poner los bultos en la red de mi compartimiento de Wagon-lit, y estábamos sentados allí, en el borde del sofá, como dos tontos. Todavía recuerdo el beso que me dio antes de levantarse y salir corriendo, como alma que lleva el diablo. Un beso de fuego líquido, de los que dejan cicatriz. Poco después, cuando el tren emprendió la marcha, iba yo asomada a una de las ventanillas del descansillo, y reconocí, a la luz del ocaso, el murallón donde viene pintado con letras enormes el nombre de la ciudad. Coronándolo, está el mirador de Santa Elena. Alcé los ojos con una súbita corazonada. Había allí un hombre agitando un pañuelo.”
Carmen Martín Gaite
Nubosidad variable
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