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14 de junio de 2014

Suite francesa

“Como muchos hombres jóvenes, sometidos desde la infancia a una dura disciplina, se había acostumbrado a ocultar su ser íntimo tras una rígida arrogancia exterior. Opinaba que un hombre digno de ese nombre debía ser de hierro. Por lo demás, así era como se había mostrado en la guerra, en Polonia y Francia, y durante la ocupación. Pero obedecía no tanto a unos principios como a la impetuosidad de la extrema juventud. (Madeleine le calculaba unos veinte años, pero aún tenía menos: había cumplido los diecinueve durante la campaña de Francia.) Se mostraba benévolo o cruel según la impresión que le causaran las cosas y las personas. Si le cogía ojeriza a alguien, se las arreglaba para hacerle la vida imposible. Tras la debacle del ejército francés, le encomendaron conducir a Alemania el lamentable rebaño de prisioneros y, durante esas terribles jornadas, en las que la orden era abatir a los que flaquearan, a los que no caminaran lo bastante deprisa, lo había hecho sin remordimientos, e incluso de buena gana con quienes le resultaban antipáticos. En cambio había, se había mostrado infinitamente humano y compasivo con ciertos prisioneros que le cayeron en gracia, y que en algunos casos le debían la vida. Era cruel, pero con la crueldad de la adolescencia, producto de una imaginación muy viva y sensible, totalmente ensimismada, absorta en su propia alma: el adolescente no se compadece de las desgracias ajenas, no las ve, sólo se ve a sí mismo. En esa crueldad había una parte de afectación, debida a su edad tanto como a cierta inclinación al sadismo. De tal modo que, si bien se mostraba implacable con los hombres, era extraordinariamente considerado con los animales.”

Irène Némirovsky
Suite francesa

9 de mayo de 2013

El baile



«A veces odiaba tanto a las personas mayores que querría matarlas, desfigurarla, o bien gritar: “Sí, me molestas”, golpeando el suelo con el pie; pero temía a sus padres desde muy niña. En otro tiempo, cuando Antoinette era más pequeña, su madre la sentaba a menudo sobre las rodillas, la apretaba contra su pecho, la acariciaba y abrazaba. Pero eso Antoinette lo había olvidado. En cambio, en lo más profundo de su ser conservaba el sonido, los estallidos de una voz irritada pasando por encima de su cabeza, “esta niña que está siempre encima de mí”, “¡otra vez me has manchado el vestido con los zapatos sucios!, ¡al rincón, así aprenderás, ¿me has oído?, pequeña imbécil!”. Y un día… por primera vez, un día había deseado morir. Ocurrió en una esquina, en medio de una regañina; una frase encolerizada, gritada con tal fuera que los viandantes habían vuelto la cabeza: “¿Quieres que te dé un guantazo? ¿Sí?”, y la quemazón de una bofetada. En plena calle. Tenía once años y era alta para su edad. Los viandantes, las personas mayores, eso no significaba nada. Pero en aquel instante unos chicos salían del colegio y se había reído de ella al verla.»

Irène Némirovsky
El baile

31 de enero de 2012

Suite francesa

"Su rostro, habitualmente sonrosado y tranquilo, de hombre bien alimentado, estaba tan pálido y traslucía no tanto miedo o preocupación como un asombro extraordinario. Las facciones de quienes hallan una muerte instantánea en un accidente, sin tiempo para sufrir ni asustarse, suelen mostrar una expresión parecida. Leían un libro, miraban por la ventanilla del coche, pensaban en sus asuntos, iban al vagón restaurante, y de pronto están en el infierno."


Irène Némirovsky
Suite francesa

8 de octubre de 2011

Suite francesa


“Estaban solos –se creían solos- en la enorme casa dormida. Ninguna confesión, ningún beso, sólo el silencio… Más tarde, conversaciones febriles y apasionadas durante las que hablaban de sus respectivos países, de sus familias, de música, de libros… Los invadía esa extraña felicidad, esa prisa por desnudar el corazón ante el otro, una prisa de amante que ya es una entrega, la primera, la entrega del alma que precede a la del cuerpo. «Conóceme, mírame. Soy así. Esto es lo que he vivido, esto es lo que he amado. ¿Y tú? ¿Y tú, amor mío?» Pero, hasta ahora, ni una palabra de amor. ¿Para qué? Son inútiles cuando las voces se alteran, cuando las bocas tiemblan, cuando se producen esos largos silencios… Lucile acarició con suavidad los libros extendidos sobre la mesa, libros alemanes con las páginas impresas en esa escritura gótica que resulta extraña y repulsiva. Alemanes, alemanes… «Un francés no me habría dejado salir sin más muestra de amor que besarme las manos y el vestido…»

Sonrió y encogió ligeramente los hombros: sabía que no era timidez ni frialdad, sino esa enorme y adusta paciencia alemana, semejante a la de animal salvaje que espera su momento, que espera que la presa, fascinada, se deje coger sola.

-Durante la campaña –le había contado Bruno-, pasamos noches enteras apostados en el bosque de Moeuvre. La espera, en momentos así, es erótica…

Sus palabras la habían hecho reír. Ahora ya no le parecían tan graciosas. ¿Qué otra cosa estaba haciendo ella en ese momento? Esperaba. Lo esperaba. Merodeaba por aquellas habitaciones sin vida. Dos, tres horas todavía. Luego, la cena a solas. Luego, el ruido de la llave en la puerta de su suegra. Luego, Marthe, cruzando el jardín para ir a cerrar la verja. Luego, de nuevo la espera, febril, extraña… y, por fin, el relincho del caballo en la calle, el entrechocar de armas, las órdenes al asistente, que se alejaba con el animal… En el umbral, aquel ruido de espuelas… Luego, esta noche, esta noche de tormenta, con el rumor de los tilos agitados por el frío vendaval y el lejano redoble del trueno, le diría al fin -¡porque ella no era hipócrita y se lo diría alto y claro!- que la presa apetecida era suya.

-¿Y mañana? ¿Mañana? –murmuró Lucile, y de pronto una sonrisa traviesa, atrevida, voluptuosa, la transformó súbitamente como el resplandor de una llama ilumina y altera un rostro. A la luz de un incendio, las facciones más suaves adquieren un aspecto diabólico que atrae y da miedo. Lucile salió de la habitación sin hacer ruido.”


Irène Némirovsky
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