“Julia
subió el escalón con las rodillas, y acercó los ojos a la rejilla de su lado
que acababa de abrirse. Distinguió confusamente los rasgos abultados del rostro
de don Luis.
—Ave
María Purísima.
—Sin
pecado concebida.
—Padre,
soy Julia.
—Ah,
Julia. Julita. Vamos a ver, hija.
Siempre
aquella cosa en la garganta, como un latido apresurado que entorpecía las
primeras palabras. Siempre desde pequeña, y cada vez más agudizado. Sentía a
sus espaldas las luces de las velas, los cánticos, los rezos, los ojos guiñados
de los santos, mezclarse, menearse en un jarabe espeso y giratorio que se
aplastaba contra ella inmovilizándola de cara a la madera, aturdiéndola con su
hervor confuso. Apretó dentro del bolsillo de la chaqueta el papel arrugado y sobadísimo.
Antes, a la luz escasa de una bombilla lo había estado repasando, pero la
verdad es que fue más bien por deleite. Lo había escrito anoche, cuando el
insomnio.
—Verá,
padre, que algunas veces cuando he ido al cine, me excito y tengo malos sueños.
La
cuestión era empezar aunque fuera con un rodeo, despegar la lengua, sentírsela
húmeda.
—El
cine, siempre el cine, cuántas veces lo mismo. Ahí está el mal consejero, ese
dulce veneno que os mata a todas. Pero sueños, ¿cómo dormida?
—Sí,
padre, casi siempre dormida. Aunque anoche no tanto. Anoche estaba bastante
despierta y lo pensé porque quise. Y si estoy dormida, cuando me despierto me
gusta haber soñado esas cosas.
—Pero
de qué son esos sueños, vamos a ver. Anoche, por ejemplo, ¿qué soñabas?
—Nada,
acordándome de mi novio, sobre todo de esa vez que fui a verle en Santander a
su pensión, y de cuando nos bañábamos ese verano, y nos íbamos solos hasta las
rocas.
—Pero,
hija de mi alma, eso ya está confesado y perdonado mil veces. No te atormentes
con pecados viejos. Después de aquello, Dios ha tenido misericordia de ti y te
ha dado siempre fuerza para preservar en el camino de la virtud. —Julia guardó
silencio—. ¿No es así?
—Sí,
padre.”
Carmen Martín Gaite
Entre visillos
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