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16 de enero de 2011

Por quién doblan las campanas

“—¿Va usted algunas veces a Segovia?
—¡Qué va! ¿Con mi cara? Esta cara es demasiado conocida. ¿Qué te parecería si fueras tan fea como yo, guapa? —preguntó la mujer de Pablo a María.
—Tú no eres fea.
—Vamos, que yo no soy fea. Soy fea de nacimiento. He sido fea toda mi vida. Tú, inglés, que no sabes nada de mujeres, ¿sabes lo que se siente cuando se es una mujer fea? ¿Sabes tú lo que es ser fea toda la vida y sentir por dentro que una es guapa? Es algo muy raro —dijo, metiendo el otro pie en el agua y retirándolo rápidamente—. ¡Dios, qué fría está! Mira la pajarita de las nieves —dijo, señalando con el dedo un pájaro, parecido a una pequeña bola gris que revoloteaba de piedra en piedra remontando el torrente—. No es buena para nada. Ni para cantar ni para comer. Todo lo que sabe hacer es mover la cola. Dame un cigarrillo, inglés —dijo, y, tomando el que le ofrecía, lo encendió con un yesquero que sacó del bolsillo de su camisa. Aspiró una bocanada y miró a María y a Jordan.
—Esta vida es una cosa muy cómica —dijo, echando el humo por la nariz—. Yo hubiera sido un hombre estupendo; pero soy mujer de los pies a la cabeza y una mujer fea. Sin embargo, me han querido muchos hombres y yo he querido también a muchos. Es cómico. Oye esto, inglés, es interesante. Mírame; mira qué fea soy. Mírame de cerca, inglés.
—Tú no eres fea —dijo Robert tuteándola sin saber por qué.
—¿Qué no? No quieras engañarme. O será —y rió con su risa profunda— que empiezo a hacerte impresión. No, estoy bromeando. Mira bien lo fea que soy. Y sin embargo, una lleva dentro algo que ciega a un hombre mientras el hombre la quiere a una. Con ese sentimiento se ciega el hombre y se ciega una misma. Y luego un día, sin saber por qué, el hombre te ve tan fea como realmente eres y se le cae la venda de los ojos, y pierdes al hombre y el sentimiento. ¿Comprendes, guapa? —Y dio unos golpes en el hombro de la muchacha.
—No —contestó María—; no lo entiendo; porque tú no eres fea.
—Trata de valerte de la cabeza y no del corazón, y escucha —dijo Pilar—. Os estoy diciendo cosas muy interesantes. ¿No te interesa lo que te digo, inglés?
—Sí, pero convendría que nos fuéramos.
—¿Irnos? Yo estoy muy bien aquí. Así, pues —continuó diciendo, dirigiéndose ahora a Robert Jordan, como si estuviese hablando a un grupo de alumnos (se hubiera dicho casi que estaba pronunciando una conferencia)— que al cabo de cierto tiempo, cuando se es tan fea como yo, que es todo lo fea que una mujer puede ser, al cabo de cierto tiempo, como digo, la sensación idiota de que una es guapa te vuelve suavemente. Es algo que crece dentro de una como una col. Y entonces, cuando ha crecido lo suficiente, otro hombre te ve, te encuentra guapa, y todo vuelve a empezar. Ahora creo que he dejado atrás la edad de esas cosas; pero podría volver. Tienes suerte, guapa, por no ser fea.”


Ernest Hemingway
Por quién doblan las campanas

31 de diciembre de 2010

El viejo y el mar

“Decía siempre “la mar”. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de “ella”, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban alto, empleaban el artículo masculino, lo llamaban “el mar”. Hablaban del mar como de un contendiente o un lugar, o incluso un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía evitarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer”.



Ernest Hemingway
El viejo y el mar

26 de abril de 2010

Por quién doblan las campanas

 “—Creo que es así —asintió Anselmo—. Lo ha dicho usted de una forma tan clara, que creo que tiene que ser así. Pero, con Dios o sin Dios, creo que matar es un pecado. Quitar la vida a alguien es un pecado muy grave, a mi parecer. Lo haré, si es necesario, pero no soy de la clase de Pablo.

—Para ganar la guerra tenemos que matar a nuestros enemigos. Ha sido siempre así.

—Ya. En la guerra tenemos que matar. Pero yo tengo ideas muy raras —dijo Anselmo.

Iban ahora el uno junto al otro, entre las sombras, y el viejo hablaba en voz baja, volviendo algunas veces la cabeza hacia Jordan, según trepaba.

—No quisiera matar ni a un obispo. No quisiera matar a un propietario, por grande que fuese. Me gustaría ponerlos a trabajar, día tras día, como hemos trabajado nosotros en el campo, como hemos trabajado nosotros en las montañas, haciendo leña, todo el resto de la vida. Así sabrían lo que es bueno. Les haría que durmieran donde hemos dormido nosotros, que comieran lo que hemos comido nosotros. Pero, sobre todo, haría que trabajasen. Así aprenderían.

—Y vivirían para volver a esclavizarte.

—Matar no sirve para nada —insistió Anselmo—. No puedes acabar con ellos, porque su simiente vuelve a crecer con más vigor. Tampoco sirve para nada meterlos en la cárcel. Sólo sirve para crear más odios. Es mejor enseñarlos.

—Pero tú has matado.

—Sí —dijo Anselmo—: he matado varias veces y volveré a hacerlo. Pero no por gusto, y siempre me parecerá un pecado.”

Ernest Hemingway
Por quién doblan las campanas

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