“Como muchos hombres jóvenes, sometidos desde
la infancia a una dura disciplina, se había acostumbrado a ocultar su ser
íntimo tras una rígida arrogancia exterior. Opinaba que un hombre digno de ese
nombre debía ser de hierro. Por lo demás, así era como se había mostrado en la
guerra, en Polonia y Francia, y durante la ocupación. Pero obedecía no tanto a
unos principios como a la impetuosidad de la extrema juventud. (Madeleine le
calculaba unos veinte años, pero aún tenía menos: había cumplido los diecinueve
durante la campaña de Francia.) Se mostraba benévolo o cruel según la impresión
que le causaran las cosas y las personas. Si le cogía ojeriza a alguien, se las
arreglaba para hacerle la vida imposible. Tras la debacle del ejército francés,
le encomendaron conducir a Alemania el lamentable rebaño de prisioneros y,
durante esas terribles jornadas, en las que la orden era abatir a los que
flaquearan, a los que no caminaran lo bastante deprisa, lo había hecho sin
remordimientos, e incluso de buena gana con quienes le resultaban antipáticos.
En cambio había, se había mostrado infinitamente humano y compasivo con ciertos
prisioneros que le cayeron en gracia, y que en algunos casos le debían la vida.
Era cruel, pero con la crueldad de la adolescencia, producto de una imaginación
muy viva y sensible, totalmente ensimismada, absorta en su propia alma: el
adolescente no se compadece de las desgracias ajenas, no las ve, sólo se ve a
sí mismo. En esa crueldad había una parte de afectación, debida a su edad tanto
como a cierta inclinación al sadismo. De tal modo que, si bien se mostraba
implacable con los hombres, era extraordinariamente considerado con los
animales.”
Irène Némirovsky
Suite
francesa
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