“Estaban solos –se creían solos- en la enorme casa dormida. Ninguna confesión, ningún beso, sólo el silencio… Más tarde, conversaciones febriles y apasionadas durante las que hablaban de sus respectivos países, de sus familias, de música, de libros… Los invadía esa extraña felicidad, esa prisa por desnudar el corazón ante el otro, una prisa de amante que ya es una entrega, la primera, la entrega del alma que precede a la del cuerpo. «Conóceme, mírame. Soy así. Esto es lo que he vivido, esto es lo que he amado. ¿Y tú? ¿Y tú, amor mío?» Pero, hasta ahora, ni una palabra de amor. ¿Para qué? Son inútiles cuando las voces se alteran, cuando las bocas tiemblan, cuando se producen esos largos silencios… Lucile acarició con suavidad los libros extendidos sobre la mesa, libros alemanes con las páginas impresas en esa escritura gótica que resulta extraña y repulsiva. Alemanes, alemanes… «Un francés no me habría dejado salir sin más muestra de amor que besarme las manos y el vestido…»
Sonrió y encogió ligeramente los hombros: sabía que no era timidez ni frialdad, sino esa enorme y adusta paciencia alemana, semejante a la de animal salvaje que espera su momento, que espera que la presa, fascinada, se deje coger sola.
-Durante la campaña –le había contado Bruno-, pasamos noches enteras apostados en el bosque de Moeuvre. La espera, en momentos así, es erótica…
Sus palabras la habían hecho reír. Ahora ya no le parecían tan graciosas. ¿Qué otra cosa estaba haciendo ella en ese momento? Esperaba. Lo esperaba. Merodeaba por aquellas habitaciones sin vida. Dos, tres horas todavía. Luego, la cena a solas. Luego, el ruido de la llave en la puerta de su suegra. Luego, Marthe, cruzando el jardín para ir a cerrar la verja. Luego, de nuevo la espera, febril, extraña… y, por fin, el relincho del caballo en la calle, el entrechocar de armas, las órdenes al asistente, que se alejaba con el animal… En el umbral, aquel ruido de espuelas… Luego, esta noche, esta noche de tormenta, con el rumor de los tilos agitados por el frío vendaval y el lejano redoble del trueno, le diría al fin -¡porque ella no era hipócrita y se lo diría alto y claro!- que la presa apetecida era suya.
-¿Y mañana? ¿Mañana? –murmuró Lucile, y de pronto una sonrisa traviesa, atrevida, voluptuosa, la transformó súbitamente como el resplandor de una llama ilumina y altera un rostro. A la luz de un incendio, las facciones más suaves adquieren un aspecto diabólico que atrae y da miedo. Lucile salió de la habitación sin hacer ruido.”
Irène Némirovsky
Suite francesa
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