«Finalmente, al tercer día te vi
y la sorpresa fue conmovedora. Eras tan distinto, con tan poca semejanza a mi
imagen infantil de un dios paternal… Había soñado con un viejo bonachón y con
gafas, pero llegaste tú, con el mismo aspecto que tienes ahora, un hombre que
no cambia, para el que los años no pasan. Vestías un encantador traje deportivo
marrón claro y subías la escalera de dos en dos, con tu juvenil e incomparable
estilo. El sombrero lo llevabas en la mano, por lo que, con indescriptible
sorpresa, pude ver tu radiante y despierto rostro y tu cabello lleno de vida.
Me asusté de lo joven, guapo, esbelto y elegante que eras. Es extraño que en
ese primer segundo pudiera descubrir eso que en ti me sorprende y sorprende a
los demás. Vi que eras dos personas en una: un joven ardiente, impulsivo y
aventurero, y, al mismo tiempo, en tu arte, un hombre enormemente serio,
responsable y cultivado. Sin darme cuenta percibí algo que después vieron
todos, que llevabas una doble vida, una vida con una superficie abierta al mundo
y otra en la sombra, que sólo tú conocías. Esta profunda ambigüedad, el
misterio de tu existencia, me atrajo desde el primer momento, cuándo sólo tenía
trece años.»
Stefan Zweig
Carta de una desconocida