«Fea, provinciana, con las lejanísimas chimeneas grises de la central térmica, la ciudad “real” me humillaba, me escupía a la cara una flema cenicienta. Ceniciento, ceniciento sería mi destino literario, pues a unos se les había concedido Viena y a mí este hastío sin límites. Ese era el motivo por el que no me salía a mí la novela-soneto pues, ¿dónde se escondía la monstruosa belleza? ¿En aquellos bloques como cajas de cerillas? ¿En las casas de los ricachones? ¿En el parque Herăstrău? Oligofrénicos, “inquilinos”, “ciudadanos” con los que no había nada que hacer sustituían aquí a los locos de Canetti, a la Empusa de Mandiargues, a la sonámbula Nadia.»
El ojo castaño de nuestro amor
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