«Él había descubierto en su
interior un horror y una soledad crecientes. La idea de comer solo le asustaba:
a menudo prefería hacerlo con personas que aborrecía. Viajar, que en otro
tiempo le había encantado, le parecía, en último extremo, insoportable, algo
con color pero sin sustancia, una caza fantasmal tras la sombra de sus propios
sueños.
Si soy
esencialmente débil, pensó, necesito un trabajo factible. Le preocupaba la idea de ser, después de todo, nada más que una
mediocridad con facilidad de palabra, sin contar siquiera con el aplomo de
Maury ni el entusiasmo de Dick. No querer nada parecía una tragedia, y sin
embargo quería algo. En ocasiones, durante breves instantes, sabía lo que era:
una senda de esperanza que le condujera hacia lo que consideraba una inminente y
ominosa ancianidad.»
Francis Scott Fitzgerald
Hermosos y malditos
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