«Por la mañana, obstinados todavía en la
duermevela que el chirrido horripilante del despertador no alcanzaba a
cambiarles por la filosa vigilia, se contaban fielmente los sueños de la noche.
Cabeza contra cabeza, acariciándose, confundiendo las piernas y las manos, se
esforzaban por traducir con palabras del mundo de fuera todo lo que habían
vivido en las horas de tiniebla. A Traveler, un amigo de juventud de Oliveira,
lo fascinaban los sueños de Talita, su boca crispada o sonriente según el
relato, los gestos y exclamaciones con que lo acentuaba, sus ingenuas
conjeturas sobre la razón y el sentido de sus sueños. Después le tocaba a él
contar los suyos, y a veces a mitad de un relato sus manos empezaban a
acariciarse y pasaban de los sueños al amor, se dormían de nuevo, llegaban
tarde a todas partes.
Oyendo a Talita, su voz un poco pegajosa de
sueño, mirando su pelo derramado en la almohada, Traveler se asombrada de que
todo eso pudiera ser así. Estiraba un dedo, tocaba la sien, la frente de
Talita. (“Y entonces mi hermana era mi tía Irene, pero no estoy segura”),
comprobaba la barrera a tan poco centímetros de su propia cabeza (“Y yo estaba
desnudo en un pajonal y veía el río lívido que subía, una ola gigantesca…”).
Habían dormido con las cabezas tocándose y ahí, en esa inmediatez física, en la
coincidencia casi total de las actitudes, las posiciones, el aliento, la misma
habitación, la misma almohada, la misma oscuridad, el mismo tictac, los mismos
estímulos de la calle y la ciudad, las mismas radiaciones magnéticas, la misma
marca de café, la misma conjunción estelar, la misma noche para los dos, ahí
estrechamente abrazados, habían soñado sueños distintos, habían vivido
aventuras disímiles, el uno había sonreído mientras la otra huía aterrada, el
uno había vuelto a rendir un examen de álgebra mientras la otra llegaba a una
ciudad de piedras blancas.»
Julio Cortázar
Rayuela
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