«Tunc. El centinela ni siquiera grita. Dormía. Sin
pararse a pensar en el bulto oscuro sobre el que acaba de descargas un sablazo,
Mojarra sigue camino hasta el cobertizo, busca la puerta, la abre de una
patada. Ninguno de los cuatro dice una palabra. Casi empujándose unos a otros
se precipitan en el interior, donde la débil claridad que se filtra de afuera
sólo permite distinguir cinco o seis formas oscuras tendidas en el suelo. Huele
a cerrado, sudor, tabaco rancio, ropa húmeda y sucia. Tunc, chas. Tunc, chas. Sistemáticamente, como si
estuvieran podando ramas de árbol, los salineros empiezan a dar tajos y
hachazos. A los últimos bultos, ya despiertos, les da tiempo a gritar. Uno
llega a revolverse con violencia, intentando escapar a gatas hacia la puerta
mientras emite un alarido de terror desesperado que suena a protesta. Tunc, tunc, tunc. Chas, chas, chas. Mojarra
y sus compañeros se ceban en él, deseando acabar pronto. No saben quién estará cerca. Quién puede haber oído
los gritos. Luego salen al exterior, respirando con avidez el aire del
viento sucio que les clava agujas de arena. Limpiándose en la ropa húmeda la
sangre que les pringa las manos y les salpica la cara. »
Arturo
Pérez-Reverte
El asedio
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