«Tenía veintiocho años y había
parido tres veces, pero su desnudez conservaba intacto el vértigo de soltería.
Florentino Ariza no había de entender nunca cómo unas ropas de penitente habían
podido disimular los ímpetus de aquella potranca cerrera que lo desnudó
sofocada por su propia fiebre, como no podía hacerlo con el esposo para que no
la creyera una corrompida, y que trató de saciar en un solo asalto la
abstinencia férrea del duelo, con el aturdimiento y la inocencia de cinco años
de fidelidad conyugal. Antes de esa noche, y desde la hora de gracia en que su
madre la parió, no había estado nunca ni siquiera en la misma cama con un
hombre distinto del esposo muerto.
No se permitió el mal gusto de un
remordimiento. Al contrario. Desvelada por las bolas de candela que pasaban
zumbando sobre los tejados, siguió evocando hasta el amanecer las excelencias
del marido, sin reprocharle otra deslealtad que la de haberse muerto sin ella,
y redimida por la certidumbre de que nunca había sido tan suyo como lo era
entonces, dentro de un cajón clavado con doce clavos de tres pulgadas, y a dos
metros debajo de la tierra.»
Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera
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