«Sentáronse todos a la mesa, y la
Salomé, la cuñada del zapatero, se encargó de servir la comida. Manuel no
conocía a la Salomé. Era parecidísima a su hermana, la madre del Vidal. Las
dos, de mediana estatura, tenían la nariz corta y descarada, los ojos negros y
hermosos; a pesar de su semejanza física, las diferenciaba por completo su
aspecto: la madre de Vidal, llamada Leandra, sucia, despeinada, astrosa, con
trazas de mal humor, parecía mucho más vieja que Salomé, aunque no la llevaba
más que tres o cuatro años. La Salomé mostraba en su semblante aire alegre y
decidido.
¡Y lo que es la suerte! La
Leandra, a pesar de su abandono, de su humor agrio y de su afición al
aguardiente, estaba casada con un hombre trabajador y bueno, y, en cambio, la
Salomé, dotada de excelentes condiciones de laboriosidad y buen genio, había
concluido amontonándose con un gachó entre estafador, descuidero y matón, del
cual tenía dos hijos. Por un espíritu de humildad o de esclavitud, unido a un
natural independiente y bravío, la Salomé adoraba a su hombre, y se engañaba a
sí misma, para considerarlo como tremendo y bragado, aunque era cobarde y
gandul. El bellaco se había dado cuenta clara de la cosa, y cuando le parecía
bien, con ceño terrible aparecía en la casa y exigía los cuartos que la Salomé
ganaba cosiendo a máquina, a cinco céntimos las dos varas. Ella daba sin pena
el producto de su penoso trabajo, y muchas veces el truhán no se contentaba con
sacarle el dinero, sino que la zurraba además.»
Pío Baroja
La busca
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