21 de febrero de 2014

Cosas que los nietos deberían saber




«Conducía por la negrísima noche de Virginia sobre la cinta de asfalto perfectamente plana que en otra época había ocupado la vía del tren. Cuando llegué al puente elevado que cruza la cañada, me puse a pensar en los detalles de la noche en la que acabaría despenándome por él. Estaba convencido de que no viviría hasta cumplir los dieciocho, y por eso no me había molestado nunca en hacer planes de futuro. Los dieciocho habían llegado y pasado hacía un año, y yo seguía respirando. Y las cosas iban a peor.

Verano de 1982. Ese calor repugnante, húmedo, pegajoso con el que la espalda de la camisa se empapa con solo salir a dar una vuelta con el coche. Al novio de mi hermana Liz se le cruzaron los cables una noche en la cocina de casa y me atacó con un cuchillo de carnicero. Poco después, Liz intentó suicidarse, la primera de una larga lista de tentativas. Se tragó un puñado de pastillas. El corazón se le paró justo cuando llegábamos al hospital, pero consiguieron reanimarla.

Poco después de todo aquello, Liz y mi madre salieron de viaje para ir a ver a unos parientes y yo encontré el cadáver de mi padre, tendido de lado sobre la cama, vestido como siempre con camisa y corbata y con los pies rozando el suelo, como si simplemente se hubiese sentado para morir, a sus cincuenta y un años. Intenté aprender cómo se practica la reanimación cardiorespiratoria con la operadora del servicio de emergencias mientras cargaba con el cuerpo ya rígido de mi padre por el dormitorio. Se me hacía raro tocarle. Que yo recordase, era la primera vez que teníamos contacto físico, si exceptuamos alguna que otra quemadura de cigarrillo que me hacía llevado al intentar escurrirme por su lado en el estrecho pasillo.

Pensaba que saltar del puente con el coche sería la mejor manera de afrontar la desoladora y agobiante sensación de ser yo. Melodramática manera de quitarse de en medio, ¿no? Es que era un crío. Más adelante, lo habitual era que me imaginase usando una pistola, que no es tan espectacular como tirarte en coche por un pueblo de tu pueblo. Se puede hacer un seguimiento de mi desarrollo a partir de estos daros. Más recientemente he pensado a menudo en las pastillas. El melodrama es para los chavales. Ahora soy un hombre maduro.

Hacia finales del verano (que yo había empezado a llamar ya “el verano del amor”) me fui de casa por primera vez con mi Chevy Nova dorado del 71. El coche, al que yo había bautizado “Oro Viejo”, y cuyo suelo oxidado había sido substituido por una señal de STOP, se lo había comprado por cien pavos a la rubia buenorra de mi prima Jennifer, que años más tarde moriría a bordo del avión que se estrelló contra el Pentágono el 11 de septiembre de 2001. Era azafata. Aquella mañana había escrito desde el aeropuerto de Dulles una postal en la que podía leerse en grandes letras LA VIDA ES GENIAL.»

Mark Oliver Everett
Cosas que los nietos deberían saber

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