28 de mayo de 2013

La Regenta



«Una tarde de color de plomo, más triste por ser de primavera y parecer de invierno, la Regenta, incorporada en el lecho, entre murallas de almohadas, sola, oscuro ya el fondo de la alcoba, donde tomaban posturas trágicas abrigos de ella y unos pantalones que don Víctor dejara allí; sin fe en el médico, creyendo en no sabía qué mal incurable que no comprendían los doctores de Vetusta, tuvo de repente, como un amargor del cerebro, esta idea: estoy sola en el mundo. Y el mundo era plomizo o negro según las horas, según los días; el mundo era un rumor triste, lejano, apagado, donde había canciones de niñas, monótonas, sin sentido; estrépito de ruedas que hacen temblar los cristales, rechinar las piedras y que se pierde a lo lejos como el gruñir de las olas rencorosas; el mundo era una contradanza del sol dando vueltas muy rápidas alrededor de la tierra, y esto eran los días; nada. Las gentes entraban y salían en su alcoba como en el escenario de un teatro, hablaban allí con afectado interés y pensaban en lo de fuera: su realidad era otra, aquello la máscara. Nadie amaba a nadie. Así era el mundo y ella estaba sola. Miró a su cuerpo y le pareció tierra. Era cómplice de los otros, también se escapaba en cuanto podía; se parecía más al mundo que a ella, era más del mundo que de ella. “Yo soy mi alma”, dijo entre dientes, y soltando las sábanas que sus manos oprimían, resbaló en el lecho, y quedó supina mientras el muro de almohadas se desmoronaba. Lloró con los ojos cerrados. La vida volvía entre aquellas olas de lágrimas.»

Leopoldo Alas, “Clarín”
La Regenta

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