«Jardín de los Capuleto. Aparecen ROMEO y JULIETA, arriba, en la
ventana.
JULIETA.—¿Te vas a marchar?
Todavía no se acerca el día; era el ruiseñor, y no la alondra, lo que traspasó
el temeroso hueco de tu oído; de noche, canta en ese granado; créeme, amor, era
el ruiseñor.
ROMEO.—Era la alondra, heraldo de
la mañana, y no el ruiseñor; mira, amor, qué envidiosas franjas ciñen las nubes
dispersas allá a oriente: las candelas de la noche se han extinguido, y el
jovial día se pone de puntillas en las neblinosas cimas de las montañas: tengo
que irme o vivir, o quedarme y morir.
JULIETA.—Aquella luz no es luz
del día, lo sé muy bien: es algún meteoro que emana el sol para que sea esta
noche tu portador de antorcha, alumbrándote en el camino a Mantua: así que
espera todavía: no tienes que marcharte.
ROMEO.—Que me detengan, que me
den la muerte; estoy contento, con tal de que tú lo quieras. Diré que aquel
gris no es la mirada de la mañana, sino que es el pálido reflejo del rostro de
Cintia; y que tampoco es la alondra la que con sus notas golpea el cielo
abovedado tan alto sobre nuestras cabezas: ¡ven, muerte, sé bienvenida! Julieta
así lo quiere. ¿Qué es eso, alma mía? Hablemos; no es de día.
JULIETA.—Sí es, sí es: ¡vete,
márchate de aquí! Es la alondra la que canta tan destemplada, forzando ásperas
disonancias y agudos desagradables. Dicen algunos que la alondra hace dulce
armonía: no así ésta, pues nos separa. Algunos dicen que la alondra y el odioso
sapo se han cambiado los ojos: ¡ah, ahora querría yo que hubieran cambiado
también las voces, puesto que esa voz nos arranca de los brazos, acosándote
para que te vayas de aquí al tocar el día! Ah, vete ahora, cada vez está más y
más claro, ¡y más y más oscuras nuestras penas!
Entra el AMA.
AMA.—¡Señora!
JULIETA.—¿Ama?
AMA.—La señora, tu madre, viene a
tu cuarto; ya rompe el día: ten cuidado, fíjate. (Se va.)
JULIETA.—Entonces, ventana, deja
entrar el día y deja salir mi vida.»
William Shakespeare
Romeo y Julieta
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