9 de abril de 2013

Siddhartha

«Deseaba ardientemente no saber ya nada más sobre sí mismo, quedarse en paz, estar muerto. ¡Cómo le fulminaba un rayo o lo devoraba algún tigre! ¡Si al menos hubiera un vino, algún veneno que lo aletargara, sumiéndolo en el olvido y en un sueño sin despertar! Pues ¿existía acaso una inmundicia con la que no se hubiera mancillado, algún pecado o locura que no hubiera cometido, algún vacío espiritual que no hubiera cargado a cuestas? ¿Era posible continuar viviendo? ¿Era posible seguir aspirando y espirando aire en forma ininterrumpida, volver a sentir hambre, comer y dormir nuevamente, acostarse con mujeres? Aquel ciclo vital ¿no se había cerrado para él definitivamente?

Llegó Siddhartha al gran río del bosque, al mismo río que un barquero le hiciera cruzar años atrás, cuando él, joven aún, vino de la ciudad de Gotama. A orillas de ese río se detuvo, vacilante. La fatiga y el hambre lo habían debilitado. ¿Para qué seguir andando? ¿Adónde, en pos de qué meta? No, ya no había otras metas; ya sólo le quedaba el deseo profundo y doloroso de sacudirse aquel árido sueño de encima, de escupir ese insípido vino y poner fin a aquellas vida ignominiosa y miserable.

Un árbol se inclina sobre la orilla del río, un cocotero. En su tronco apoyó Siddhartha el hombro, y rodeándolo con uno de sus brazos, se puso a contemplar el agua verde que fluía sin cesar a sus pies. Y al mirarla pasar ahí abajo se sintió totalmente invadido por el deseo de dejarse caer y sumergirse en la corriente. La superficie del agua reflejaba un horrible vacío, que correspondía al vacío aterrador de su alma. Sí, era un hombre acabado. No le quedaba otra solución que apagarse, que hacer trizas la maltrecha imagen de su vida y arrojarla a los pies de alguna divinidad sarcástica. Aquélla era la gran liberación que anhelaba: la muerte, el aniquilamiento de una forma para él aborrecible. ¡Que los peces lo devoraran, que destruyeran a ese perro de Siddhartha, a ese loco, aquel cuerpo deteriorado y putrefacto, esa alma aletargada y pervertida! ¡Que los peces y los cocodrilos lo devoraran; y que los demonios lo despedazaran!

Mientras miraba fijamente el agua, vio el reflejo de su rostro demudado, y le escupió. Preso de un cansancio enorme, separó el brazo del tronco y se volvió un poco para dejarse caer verticalmente, para sumergirse de una vez por todas. Y, con los ojos cerrados, se fue hundiendo, hundiendo cada vez más en dirección a la muerte.

De las regiones más recónditas de su alma, desde lejanos parajes de su fatigada vida le llegó de pronto un sonido. Era una palabra, una sílaba que él mismo, sin pensarlo, había pronunciado con voz balbuceante: la antigua palabra con la que comienzan y terminan todas las plegarias brahmánicas, el sagrado Om, que significa “lo Perfecto” o “la Realización”. Y en el preciso instante en que la sílaba Om rozó el oído de Siddhartha, su espíritu adormecido despertó y reconoció la locura que estaba a punto de cometer.

Un miedo profundo apoderóse de Siddhartha. ¡Tal era su grado de extravío, se hallaba tan perdido y desprovisto de toda sabiduría que llegó incluso a buscar la muerte, que el deseo infantil de hallar la paz en la aniquilación del propio cuerpo pudo echar raíces y medrar en su alma!

Lo que todas las torturas, desengaños y desesperaciones de esos últimos tiempos no habían logrado provocar cristalizó en el momento mismo en que el Om penetró en su conciencia: se reconoció a sí mismo en medio de su error y su miseria.»

Hermann Hesse
Siddhartha

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