8 de abril de 2013

Al otro lado del espejo


Lucía sobre el sol el mar
brillando con gran esplendor
y haciendo cuanto podía
por pulir y abrillantar las olas...
Cosa extraña desde luego,
porque medianoche era.
 

Brillaba la luna mohína
porque pensaba que el sol
no debía estar allí
por haber acabado el día...
“¡Qué falta de cortesía
venir a fastidiar la fiesta!”
 

El mar estaba mojado,
y seca seca la arena,
ni una nube se veía,
porque ni una nube había.
Ni pájaros sobrevolaban
porque volando pájaros no había.

 
La Morsa y el Carpintero
de la mano paseaban
llorando hasta lo indecible
al ver tan gran cantidad de arena.
“¡Qué formidable!”, dijeron
si la limpiaran al menos.

 
Siete criadas con escobas
medio año tardarían.
“¿Supones –dijo la Morsa-,
que la limpiarían?”
“Lo dudo” –dijo el Carpintero
y una lágrima de sus ojos le caía.

 
“¡Venid, Ostras amigas, al paseo!”
-la Morsa les suplicaba.
“A un paseo y a charlas
por esta salobre playa.
Pero sólo a cuatro llevaremos
porque más manos nos faltan.”

 
La Ostra más vieja miraba
sin decir una palabra;
no tardó en guiñar un ojo
y mover su cabeza pesada...
dando a entender que no quería
seguir estando en su casa.

 
Mas cuatro jovencitas deseosas
de jarama luego a correr echaron:
el vestido nuevecito, lavada la cara
y muy limpios los zapatos:
¡qué raro!, porque todo el mundo sabe
que, sin pies, las otras no usan zapatos.

 
Otras cuatro las siguieron,
y luego otras cuatro más;
y en tropel luego acudieron
más otras y muchas más...
brincando entre olas de espuma
y deseando a la playa llegar.

 
La Morsa y el Carpintero
como una legua anduvieron;
tumbados en una roca
desde donde estaban vieron
cómo las Ostras pequeñas
de pie y en fila esperaban.

 
“Ya es hora –dijo la Morsa-
de hablar de muchas cosas:
de zapatos, barcos y lacre,
de repollos y de reyes,
de por qué está hirviendo el mar
y por qué no pueden los cerdos volar.”

 
“Un momentito –gritaron las Ostras,
antes de empezar a hablar-:
porque algunas estamos asfixiadas
y las gordas mucho más!”
“No hay prisa” –el Carpintero dijo.
Le dieron las gracias por su amabilidad.

 
“Un poco de pan –dijo la Morsa-,
es lo que necesitamos más:
pimienta con vinagre
buenos son al paladar.
Y si dispuestas estáis, a comer,
Ostras amigas, a empezar.”

 
“¡Pero a nosotras no!” –las Ostras gritaron
empezando a azulear-.
“Tras de tanta cortesía,
muy grande maldad sería.”
“¡Deliciosa noche!” –la Morsa
dijo-, no tiene igual.”

 
“¡Qué amables sois por venir!
¡Y qué exquisitas estáis!”
Sólo dijo el Carpintero:
“Dame otro trozo de pan,
y no te hagas la sorda...
¡que dos veces lo he dicho ya!”

 
“¡Qué pena –dijo la Morsa-,
hacerles tal jugarreta
tras traerlas hasta aquí
y haberlas hecho correr!”
Sólo el Carpintero dijo:
“¡Cuánta manteca!, ¿por qué?”

 
“¡Qué pena! –dijo la Morsa-,
lo siento de corazón.”
Y entre lágrimas y llantos
las más gorda se buscó,
mientras con un pañolito
las lágrimas se secó.

 
“¡Ostras –dijo el Carpintero-,
qué buen paseo habéis dado!
¿Volvemos ahora trotando?”
Pero respuesta no ha encontrado,
cosa lo más natural,
pues todas se han devorado.


Lewis Carroll
Al otro lado del espejo

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