29 de abril de 2013

Jane Eyre

«-Le digo que debo partir –repliqué, excitada con un sentimiento semejante a la pasión-. ¿Cree usted que puedo quedarme si no significo nada para usted? ¿Cree que soy un autómata?, ¿una máquina sin sentimientos? ¿Cree que puedo soportar que me quiten el pedazo de pan de la boca y la gota de agua vital del vaso? ¿Cree que, porque soy pobre, fea, anodina y pequeña, carezco de alma y corazón? ¡Se equivoca! Tengo la misma alma que usted, y el mismo corazón. Y, si Dios me hubiera dotado de algo de belleza y una gran fortuna, le habría puesto tan difícil dejarme como lo es para mí dejarlo a usted. No le hablo con la voz de la costumbre o de las convenciones, ni siquiera con voz humana; ¡es mi espíritu el que se dirige al suyo, como si ambos hubiéramos muerto y estuviéramos a los pies de Dios, iguales, como lo somos!»

Charlotte Brontë
Jane Eyre

23 de abril de 2013

La historia interminable




«“Me gustaría saber”, se dijo, “qué pasa realmente en un libro cuando está cerrado. Naturalmente, dentro hay sólo letras impresas sobre el papel, pero sin embargo… Algo debe de pasar, porque cuando lo abro aparece de pronto una historia entera. Dentro hay personas que no conozco todavía, y todas las aventuras, hazañas y peleas posibles… y a veces se producen tormentas en el mar o se llega a países o ciudades exóticos. Todo eso está en el libro de algún modo. Para vivirlo hay que leerlo, eso está claro. Pero está dentro ya antes. Me gustaría saber de qué modo.”

Y de pronto sintió que el momento era casi solemne.

Se sentó derecho, cogió el libro, lo abrió por la primera página y comenzó a leer

La historia interminable.»

Michael Ende
La historia interminable

18 de abril de 2013

Poema 20


Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos».

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

Pablo Neruda
Veinte poemas de amor y una canción desesperada

17 de abril de 2013

Kafka en la orilla



“Las familias rurales son muy violentas. Casi todos los padres son campesinos. Todos logran a duras penas sobrevivir. Están exhaustos por trabajar de sol a sol, acaban bebiendo y, cuando se enfadan, son más dados a pegar que a hablar. No es ningún secreto. Pero los niños no lo viven como algo ominoso, no guardan ningún resentimiento y esos golpes no dejan ninguna huella en su corazón. Pero el padre de Nakata era profesor de universidad, y su madre, según pude apreciar por sus cartas, era una mujer que había recibido una educación esmerada. Es decir, que pertenecían a la elite de la gran ciudad. Y si en su hogar estaba presente la violencia, forzosamente tenía que ser muy diferente a la violencia cotidiana de los niños del pueblo. Debía de ser una violencia más íntima, compuesta de elementos más complejos. Un tipo de violencia capaz de dejar huella en el corazón de un niño. Por eso lamento tanto haberle pegado aquel día en la montaña y por eso me arrepiento de todo corazón de haberlo hecho, por más que fuera un acto inconsciente. Porque era lo último que debería haber hecho.”

Haruki Murakami
Kafka en la orilla

16 de abril de 2013

El árbol de la ciencia

«-¿Hay que indignarse porque una araña mate a una mosca? –siguió diciendo Iturrioz-. Bueno. Indignémonos. ¿Qué vamos a hacer? ¿Matarla? Matémosla. Eso no impedirá que sigan las arañas comiéndose a las moscas. ¿Vamos a quitarle al hombre esos instintos fieros que te repugnan? ¿Vamos a borrar esa sentencia del poeta latino: “Homo, homini lupus”, el hombre es un lobo para el hombre? Está bien. En cuatro o cinco mil años lo podremos conseguir. El hombre ha hecho de un carnívoro como el chacal, un omnívoro como el perro; pero se necesitan muchos siglos para eso. No sé si habrás leído que Spallanzani había acostumbrado a una paloma a comer carne, y a un águila a comer y digerir pan. Ahí tienes el caso de esos grandes apóstoles religiosos y laicos; son águilas que se alimentan de pan en vez de alimentarse de carnes palpitantes; son lobos vegetarianos. Ahí tienes el caso del hermano Juan…
-Ése no creo que sea un águila, ni un lobo.
-Será un mochuelo o una garduña; pero de instintos perturbados.
-Sí, es muy posible –repuso Andrés-; pero creo que nos hemos desviado de la cuestión; no veo la consecuencia.
-La consecuencia a la que yo iba era ésta: que ante la vida no hay más que dos soluciones prácticas para el hombre sereno: o la abstención y la contemplación indiferente de todo, o la acción limitándose a un círculo pequeño. Es decir, que se puede tener el quijotismo contra una anomalía; pero tenerlo contra una regla general es absurdo.
-De manera que, según usted, el que quiera hacer algo tiene que restringir su acción justiciera a un medio pequeño.
-Claro, a un medio pequeño; tú puedes abarcar en tu contemplación la casa, el pueblo, el país, la sociedad, el mundo, todo lo vivo y todo lo muerto; pero si intentas realizar una acción, y una acción justiciera, tendrás que restringirte hasta el punto de que todo te vendrá ancho, quizá hasta la misma conciencia.
-Es lo que tiene de bueno la filosofía –dijo Andrés con amargura-; le convence a uno de que lo mejor es no hacer nada.»

Pío Baroja
El árbol de la ciencia

10 de abril de 2013

Diario íntimo



 «A mitad de una colina, al sol, Ott se paró, se apoyó sobre la sombrilla, miró vagamente el paisaje, y comenzó un discurso sobre el amor. “¿No es triste que nadie se enamore de verdad en nuestros días? Es excepcional… Quiero decir que nadie idealiza a nadie. Nadie siente que cada palabra es maravillosa sólo porque la ha producido el otro.” En este punto, sobre todo para que volviéramos a casa, dije que el amor puede ser muchas cosas diferentes; y que era absurdo reducirlo al amor romántico. También sostuve que se podía amar a grupos de personas, y a países. Lamentablemente, esta observación hizo que Ottoline se apoyara de nuevo en su parasol para mirar con veneración un trigal. “Sí, amo este paisaje”, dijo para sí; “la curva de ese trigal me parece tan divina como un ser humano. También amo la literatura.” “Pues yo amo cosas bastantes absurdas: el Partido Laborista Independiente, por ejemplo”, dijo la señora Hamilton. Por fin nos pusimos otra vez en camino, y le preguntamos a la pobre boba cómo, con tanta pasión por la literatura, no escribía. “Ah, es que no tengo tiempo, nunca tengo tiempo. Además, tengo tan mala salud… Pero el placer de la creación, Virginia, debe de superar a todos.” Le dije que así era.»



Virginia Woolf
Diario íntimo

Ilustración de Elizabeth Shippen Green

9 de abril de 2013

Siddhartha

«Deseaba ardientemente no saber ya nada más sobre sí mismo, quedarse en paz, estar muerto. ¡Cómo le fulminaba un rayo o lo devoraba algún tigre! ¡Si al menos hubiera un vino, algún veneno que lo aletargara, sumiéndolo en el olvido y en un sueño sin despertar! Pues ¿existía acaso una inmundicia con la que no se hubiera mancillado, algún pecado o locura que no hubiera cometido, algún vacío espiritual que no hubiera cargado a cuestas? ¿Era posible continuar viviendo? ¿Era posible seguir aspirando y espirando aire en forma ininterrumpida, volver a sentir hambre, comer y dormir nuevamente, acostarse con mujeres? Aquel ciclo vital ¿no se había cerrado para él definitivamente?

Llegó Siddhartha al gran río del bosque, al mismo río que un barquero le hiciera cruzar años atrás, cuando él, joven aún, vino de la ciudad de Gotama. A orillas de ese río se detuvo, vacilante. La fatiga y el hambre lo habían debilitado. ¿Para qué seguir andando? ¿Adónde, en pos de qué meta? No, ya no había otras metas; ya sólo le quedaba el deseo profundo y doloroso de sacudirse aquel árido sueño de encima, de escupir ese insípido vino y poner fin a aquellas vida ignominiosa y miserable.

Un árbol se inclina sobre la orilla del río, un cocotero. En su tronco apoyó Siddhartha el hombro, y rodeándolo con uno de sus brazos, se puso a contemplar el agua verde que fluía sin cesar a sus pies. Y al mirarla pasar ahí abajo se sintió totalmente invadido por el deseo de dejarse caer y sumergirse en la corriente. La superficie del agua reflejaba un horrible vacío, que correspondía al vacío aterrador de su alma. Sí, era un hombre acabado. No le quedaba otra solución que apagarse, que hacer trizas la maltrecha imagen de su vida y arrojarla a los pies de alguna divinidad sarcástica. Aquélla era la gran liberación que anhelaba: la muerte, el aniquilamiento de una forma para él aborrecible. ¡Que los peces lo devoraran, que destruyeran a ese perro de Siddhartha, a ese loco, aquel cuerpo deteriorado y putrefacto, esa alma aletargada y pervertida! ¡Que los peces y los cocodrilos lo devoraran; y que los demonios lo despedazaran!

Mientras miraba fijamente el agua, vio el reflejo de su rostro demudado, y le escupió. Preso de un cansancio enorme, separó el brazo del tronco y se volvió un poco para dejarse caer verticalmente, para sumergirse de una vez por todas. Y, con los ojos cerrados, se fue hundiendo, hundiendo cada vez más en dirección a la muerte.

De las regiones más recónditas de su alma, desde lejanos parajes de su fatigada vida le llegó de pronto un sonido. Era una palabra, una sílaba que él mismo, sin pensarlo, había pronunciado con voz balbuceante: la antigua palabra con la que comienzan y terminan todas las plegarias brahmánicas, el sagrado Om, que significa “lo Perfecto” o “la Realización”. Y en el preciso instante en que la sílaba Om rozó el oído de Siddhartha, su espíritu adormecido despertó y reconoció la locura que estaba a punto de cometer.

Un miedo profundo apoderóse de Siddhartha. ¡Tal era su grado de extravío, se hallaba tan perdido y desprovisto de toda sabiduría que llegó incluso a buscar la muerte, que el deseo infantil de hallar la paz en la aniquilación del propio cuerpo pudo echar raíces y medrar en su alma!

Lo que todas las torturas, desengaños y desesperaciones de esos últimos tiempos no habían logrado provocar cristalizó en el momento mismo en que el Om penetró en su conciencia: se reconoció a sí mismo en medio de su error y su miseria.»

Hermann Hesse
Siddhartha

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