31 de agosto de 2011

El asesino dentro de mí



«No tienes tiempo, pero parece como si tuvieras todo el tiempo del mundo. No tienes nada que hacer, pero parece como si tuvieras todo por hacer.

Haces café y te fumas unos cigarrillos; y las manecillas del reloj se han vuelto locas por ti. Apenas se han movido, apenas se han desplazado del lugar donde las viste por última vez, pero han marcado ¿la mitad? ¿dos tercios? De lo que te queda de vida. Tienes todo el tiempo, pero esto no es tiempo en absoluto.

Tienes todo el tiempo; y de algún modo no puedes hacer mucha cosa con él. Tienes todo el tiempo; y es de una milla de ancho por una pulgada de profundidad e infestado de caimanes.

Vas a la oficina y coges un libro o dos de los estantes. Lees unas líneas, como si tu vida dependiera de leerlas correctamente. Pero sabes que tu vida no depende de nada que tenga sentido, y te preguntas cómo demonios tuviste esa idea; y empiezas a sentirte dolorido.

Vas al laboratorio y empiezas a manosear todas las hileras de botellas y cajas, tirándolas por el suelo, dándoles patadas, pateándolas. Encuentras la botella de ácido nítrico puro al uno por ciento y sacas su tapón de corcho. Te la llevas a la oficina y lo echas sobre las hileras de libros. Y las encuadernaciones de piel empiezan a sacar humo y se curvan y debilitan por completo –y esto no es lo bastante bueno.

Vuelves a ir al laboratorio. Sales con una botella de un galón de alcohol y la caja de las velas largas para casos de emergencia. Para emergencias.

Subes las escaleras y sigues subiendo por el corto tramo de escaleras que te llevan hasta el ático. Bajas del ático y entras en cada habitación. Sigues bajando las escaleras hasta llegar a la planta baja. Y cuando regresas a la cocina llevas las manos vacías. Has dejado las velas y el alcohol ha desaparecido.

Agitas la cafetera y la colocas sobre el quemador de la cocina. Lías otro cigarrillo. Coges un cuchillo trinchante del cajón y lo deslizas por la manga de camisa rosácea con la pajarita negra.

Te sientas a la mesa con tu café y tu cigarrillo, y mueves el codo arriba y abajo para ver hasta dónde puedes bajar el brazo sin que se caiga el cuchillo, dejando que se deslice por tu manga una o dos veces.

Piensas, “¿cómo se puede hacer? ¿Cómo se puede hacer daño a alguien que ya está muerto?”.

Te preguntas si has hecho las cosas correctamente, de modo que no quede nada pendiente que no debería haber estado, y sabes que todo se ha hecho bien. Lo sabes, porque planeaste este momento hace una eternidad en algún lugar.

Miras al techo, escuchas, a través del techo y en el cielo más allá. Y no te queda el menor atisbo de duda en la mente. Éste debe ser el avión, el correcto, procedente del este, de Fort Worth. Será el avión en el que viene ella.

Miras hacia el techo, sonríes, asientes y dices: “Hace tiempo que no nos veíamos. ¿Qué has estado haciendo, muñeca? ¿Cómo estás, Joyce?”.»


Jim Thompson
El asesino dentro de mí

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