9 de octubre de 2010

El coronel no tiene quien le escriba

«La mujer se desesperó.

“Y mientras tanto qué comemos”, preguntó, y agarró al coronel por el cuello de franela. Lo sacudió con energía.

―Dime, qué comemos.

El coronel necesitó setenta y cinco años ―los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto― para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:

―Mierda.»


Gabriel García Márquez
El coronel no tiene quien le escriba

8 de octubre de 2010

Hannah y sus hermanas

“HOLLY: Me lo he pasado bomba, gracias.
MICKEY (gesticula): Bueno, si no te gustó, pues no te gustó, pero no tenías por qué charlar mientras el hombre cantaba.
HOLLY: ¡Me aburría tanto!
MICKEY (gesticula): ¡Vaya, qué pena! No te mereces a Cole Porter. ¡Lo tuyo son esos músicos que parece que acaban de apuñalar a su madre!
HOLLY: ¡Al menos estoy abierta a nuevos conceptos!
MICKEY: ¡Y no tenías que esnifar cocaína en la mesa todo el tiempo! ¿Cómo lo haces, cómo lo haces? ¿Llevas un kilo en el bolso?
HOLLY (gesticula): Pero si la gente ni se daba cuenta. ¡Parecían embalsamados!
MICKEY: Santo cielo… (Alza mano y silba a un taxi) Me alegro de que Hannah nos haya presentado. ¿Sabes? Tiene un gran instinto para la gente. De veras.
Un taxi dobla la esquina. Mickey y Holly se acercan a la puerta de atrás.
HOLLY: Oye, siento que no hayamos congeniado.
MICKEY: Sí. Yo también.
HOLLY: Probablemente es por culpa mía, ¿sabes? He estado un poco deprimida últimamente.
MICKEY: Claro. Me he…
HOLLY: Y bueno…
MICKEY: …me he divertido mucho esta noche, de veras. Fue como los procesos de Nuremberg.
Abre la puerta. Holly sube al taxi.
HOLLY (enojada): ¡Eh, no hace falta que me acompañes a casa!”

Woody Allen
Hannah y sus hermanas

7 de octubre de 2010

La loca de la casa

“M. se equivocaba al creer que yo me había portado como una sinvergüenza y yo me equivocaba al pensar que M. era el hombre de mis sueños. Un ser maravilloso al que yo había perdido por mi nerviosismo y por mi torpeza.

Intenté por todos los medios explicarle mi versión o que alguien se la explicara, pero ni mis cartas (traducidas al inglés por un profesional) ni mis intermediarios lograron llegar a él. Durante varias semanas me abrasé de desesperación por el malentendido. No podía soportar la idea de que Él, precisamente Él, El Hombre De Mi Vida, pensara de mí, por un simple error, las cosas más horrendas. No me aguantaba a mí misma. Me quería morir. De hecho, enfermé: me pasé no sé cuántos días vomitando. Luego, cuando el rodaje se acabó y M. se marcho de España, tuve que resignarme a lo inevitable de la catástrofe; a partir de entonces, la desesperación por el equívoco dio paso a una desesperada pena pura. El dolor del desamor me golpeó como la ola gigante de un maremoto. Me perseguía su recuerdo. Me abrumaban sus ojos, tan verdes, tan punzantes; y rememoraba una y otra vez todos los (pocos) besos que nos habíamos dado, cada una de las caricias y de los roces. Todo ese esplendor, ese cuerpo duro y cálido, esa piel turbadora, ese embriagador olor a hombre, todo ese banquete de la carne había estado a mi alcance, en la punta de mi corazón y de mis dedos; mi deseo rugía, la frustración me ahogaba. Como aún era muy joven, estaba convencida de que nunca jamás encontraría a ningún hombre que me gustara tanto. Los demás varones de la Tierra desaparecieron para mis ojos: tres mil millones de seres que se borraron de golpe. Era un sufrimiento tan obsesivo que, por las mañanas, cuando me despertaba, el primer pensamiento que me asaltaba era la imagen de M. y la desolada certidumbre de haberlo perdido. Dolía tanto que tuve que esforzarme en no pensar en él. Ni veía sus películas ni hablaba de M. con nadie. Sobrellevaba mi pena como si estuviera atravesando un campo minado: cuando pensaba en otra cosa, la vida proseguía con normalidad, era feliz. Pero de cuando en cuando algo me recordaba a M., esto es, pisaba sin querer una de las minas: y el estallido me dejaba con las tripas fuera durante cierto tiempo.

Pero la vida es tan tenaz que, pasados unos meses, incluso esa pena inagotable se agotó. Los tres mil millones de varones terrícolas volvieron a materializarse sobre el planeta y me enamoré y desenamoré de algunos de ellos unas cuantas veces. Durante varios años, el recuerdo de M. me siguió produciendo una especie de desagradable pellizco en la memoria. Luego llegó un momento en el que no volví a pensar más en él; y, si por casualidad su nombre o su imagen caían ante mis ojos (en una vieja película, en una noticia), la estrambótica historia de aquel encuentro me parecía un sainete, algo que me habían contado, no algo que de verdad me hubiera ocurrido”.

Rosa Montero
La loca de la casa

6 de octubre de 2010

ROMANCE DEL VENENO DE MORIANA

Madrugaba don Alonso
a poco del sol salido;
convidando va a su boda
a los parientes y amigos;
a las puertas de Moriana
sofrenaba su rocino:
—Buenos días, Moriana.
—Don Alonso, bien venido.
—Vengo a brindarte Moriana,
para mi boda el domingo.
—Esas bodas, don Alonso,
debieran de ser conmigo;
pero ya que no lo sean,
igual el convite estimo,
y en prueba de la amistad
beberás del fresco vino,
el que solías beber
dentro en mi cuarto florido.
Moriana, muy ligera
en su cuarto se ha metido;
tres onzas de solimán
con el acero ha molido,
de la víbora los ojos,
sangre de un alacrán vivo:
—Bebe, bebe, don Alonso,
bebe de este fresco vino.
—Bebe primero, Moriana,
que así está puesto en estilo.
Levantó el vaso Moriana,
lo puso en sus labios finos;
los dientes tiene menudos,
gota dentro no ha vertido.
Don Alonso, como es mozo,
maldita gota ha perdido.
—¿Qué me diste, Moriana,
qué me diste en este vino?
¡Las riendas tengo en la mano
y no veo a mi rocino!
—Vuelve a casa, don Alonso,
que el día ya va corrido
y se celará tu esposa
si quedas acá conmigo.
—¿Qué me diste, Moriana,
que pierdo todo el sentido?
¡Sáname de este veneno,
yo me he de casar contigo!
—No puede ser, don Alonso,
que el corazón te ha partido.
—¡Desdichada de mi madre
que ya no me verá vivo!
—Más desdichada la mía
desque te hube conocido.


Anónimo

5 de octubre de 2010

El Horla

“¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que mudan en desánimo nuestra felicidad y nuestra confianza en desamparo? Se diría que el aire, el aire invisible está lleno de incognoscibles Poderes, cuya misteriosa vecindad sufrimos. Me despierto pleno de gozo, con ganas de cantar en la garganta. -¿Por qué?-. Bajo hasta la orilla del río; y de pronto, tras un corto paseo, regreso desolado, como si alguna desgracia me esperase en casa.-¿Por qué?-.¿Es un escalofrío, rozándome la piel, ha roto mis nervios y ensombrecido el alma? ¿Es la forma de las nubes, o el color del día, el color de las cosas, tan variable, que, al pasar por mis ojos, ha perturbado mis pensamientos? ¡Quién sabe! Todo lo que nos rodea, todo lo que vemos sin mirarlo, todo lo que rozamos sin conocerlo, todo lo que tocamos sin palparlo, todo lo que encontramos sin distinguirlo, ¿tendrá sobre nosotros, sobre nuestros órganos y, a través de ellos, sobre nuestras ideas, sobre nuestro propio corazón, efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables?”

Guy de Maupassant
El Horla

2 de octubre de 2010

El símbolo de toda nuestra vida

Hay noches que debieran ser la vida.
Intensas largas noches irreales
con el sabor amargo de lo efímero
y el sabor venenoso del pecado
-como si fuésemos más jóvenes
y aún nos fuese dado malgastar
virtud, dinero y tiempo impunemente.

Debieran ser la vida,
el símbolo de toda nuestra vida,
la memoria dorada de la juventud.
Y, como el despertar repentino de una vieja pasión,
que volviesen de nuevo aquellas noches
para herirnos de envidia
de todo cuanto fuimos y vivimos
y aún a veces nos tienta
con su procacidad.
Porque debieron ser la vida.

Y lo fueron tal vez, ya que el recuerdo
las salva y les concede el privilegio de fundirse
en una sola noche triunfal,
inolvidable, en la que el mundo
pareciera haber puesto
sus llamativas galas tentadoras
a los pies de nuestra altiva adolescencia.

Larga noche gentil, noche de nieve,
que la memoria te conserve como una gema cálida,
con brillo de bengalas de verbena,
en el cielo apagado en el que flotan
los ángeles muertos, los deseos adolescentes.

Felipe Benítez Reyes
Los vanos mundos

Imagen de Joan Fontcuberta de la serie Miracles & Co.

1 de octubre de 2010

Beatriz y los cuerpos celestes

«Odiaba quedarse sola. Repetía muchas veces que le daba miedo morir sola, y yo no podía comprenderla. ¿A que veía semejante obsesión con la muerte? La muerte está casada con el género humano, y no existe el hombre que la haya engañado; hay que aceptarlo. Yo nunca la he temido. Es más, en muchos momentos la he deseado. La idea de la muerte se me aparecía como una promesa infinita de paz, una cálida nada donde ya no existirían las preocupaciones del día a día. Y tampoco tengo miedo a la soledad, que me parece, al igual que la muerte, un espacio acogedor.

―“Pensar en la muerte con tranquilidad sólo tiene valor si lo hacemos en solitario” ―le intenté explicar una vez―. “La muerte en compañía no es la muerte, ni siquiera para los incrédulos, porque lo que más duele no es dejar la vida, sino abandonar lo que le da sentido”.»

Lucía Etxebarria
Beatriz y los cuerpos celestes

16 de septiembre de 2010

La soledad de los números primos

“En el baño de su casa, Alice despegó el esparadrapo que sujetaba la venda. El tatuaje tenía unas cuantas horas de vida y ya se lo había mirado por lo menos diez veces; y siempre que lo hacía su entusiasmo se evaporaba un poco, como agua de charco al sol de agosto. Esta vez se fijó en lo roja que se había puesto la piel alrededor del dibujo y con un nudo en la garganta se preguntó si recuperaría su color natural. Pero pronto desechó tal temor. Odiaba que todo lo que hacía se le antojara irremediable, definitivo. Lo llamaba “el peso de las consecuencias” y estaba convencida de que era otro de los fastidiosos rasgos paternos que con los años arraigaban más y más en su ser. Envidiaba rabiosamente la despreocupación de las chicas de su edad, su frívolo sentido de inmortalidad. Deseaba poseer la ligereza que correspondía a sus quince años, pero cuando trataba de alcanzarla no sentía sino la furia con que volaba el tiempo. Y el peso de las consecuencias se volvía insoportable y sus pensamientos empezaban a dar vueltas cada vez más rápido, en círculos más y más estrechos.”

Paolo Giordano
La soledad de los números primos

14 de septiembre de 2010

Hanalei Bay

“El hijo de Sachi murió a los diecinueve años atacado por un gran tiburón en Hanalei Bay. Para ser exactos, el tiburón no llegó a devorarlo. Estaba haciendo surf, solo, en alta mar, cuando un tiburón le arrancó la pierna derecha y, de la impresión, el joven se ahogó. Así pues, la causa oficial de la muerte fue ahogamiento. El tiburón se tragó más de la mitad de la tabla de surf. A los tiburones no les gusta devorar hombres. La carne humana no es de su agrado. En la mayoría de los casos, al primer bocado, decepcionados, se van. Por eso hay muchos casos de personas que, siempre que no hayan sucumbido al pánico, han logrado sobrevivir al ataque de un tiburón habiendo perdido solamente un brazo o una pierna. Sólo que el hijo de Sachi se aterró de tal manera que le sobrevino un ataque al corazón, tragó gran cantidad de agua y murió ahogado.”

Haruki Murakami
Hanalei Bay

7 de septiembre de 2010

El camino


“-¡Mirad! –chilló el Mochuelo-. Seguramente será la cigüeña que espera la maestra de La Cullera. Va en esa dirección.
Cortó el Tiñoso:

-No es una cigüeña; es una grulla.

El Moñigo se sentó en la hierba frunciendo los labios en un gesto hosco y engurruñado. Daniel, el Mochuelo, contempló con envidia cómo se inflaba y desinflaba su enorme tórax.

-¿Qué demonio de cigüeña espera la maestra? ¿Así andáis todavía? –dijo el Moñigo.

El Mochuelo y el Tiñoso se incorporaron también, sentándose en la hierba. Ambos miraban anhelantes al Moñigo; intuían que algo iba a decir de “eso”. El Tiñoso le dio pie.

-¿Quién trae los niños, entonces? –dijo. Roque, el Moñigo, se mantenía serio, consciente de su superioridad en aquel instante.

-El parir –dijo, seco, rotundo.

-¿El parir? –inquirieron, a dúo, el Mochuelo y el Tiñoso.

El otro remachó:

-Sí, el parir. ¿Visteis alguna vez parir a una coneja? –dijo.

-Sí.

-Pues es igual.

En la cara del Mochuelo se dibujó un cómico gesto de estupor.

-¿Quieres decir que todos somos conejos? –aventuró.

Al Moñigo le enojaba la torpeza de sus interlocutores.

-No es eso –dijo-. En vez de una coneja es una mujer; la madre de cada uno.

Brilló en las pupilas del Tiñoso un extraño resplandor de inteligencia.

-La cigüeña no trae los niños entonces, ¿verdad? Ya me parecía raro a mí –explicó- Yo me decía, ¿por qué mi padre va a tener diez visitas de la cigüeña y la Chata, la vecina, ninguna y está deseando tener un hijo y mi padre no quería tantos?

El Moñigo bajó la voz. En torno había un silencio que sólo quebraban el cristalino chapaleo de los rápidos del río y el suave roce del viento contra el follaje. El Mochuelo y el Tiñoso tenían la boca abierta. Dijo el Moñigo:

-Les duele la mar, ¿sabéis?

Estalló el reticente escepticismo del Mochuelo:

-¿Por qué sabes tú esas cosas?

-Eso lo sabe todo cristiano menos vosotros dos, que vivís embobados –dijo el Moñigo-. Mi madre se murió de lo mucho que le dolía cuando nací yo. No se puso enferma ni nada; se murió de dolor. Hay veces que, por lo visto, el dolor no se puede resistir y se muere uno. Aunque no estés enfermo, ni nada; sólo es el dolor. –Emborrachado por la ávida atención del auditorio, añadió-: Otras mujeres se parten por la mitad. Se lo he oído decir a la Sara.”

Miguel Delibes
El camino

31 de agosto de 2010

Patas arriba

“Caminar es un peligro y respirar es una hazaña en las grandes ciudades del mundo al revés. Quien no está preso de la necesidad, está preso del miedo: unos no duermen por la ansiedad de tener las cosas que no tienen, y otros no duermen por el pánico de perder las cosas que tienen. El mundo al revés nos entrena para ver al prójimo como una amenaza y no como una promesa, nos reduce a la soledad y nos consuela con drogas químicas y con amigos cibernéticos. Estamos condenados a morirnos de hambre, a morirnos de miedo o a morirnos de aburrimiento, si es que alguna bala perdida no nos abrevia la existencia.”

Eduardo Galeano
Patas arriba. La escuela del mundo al revés

29 de agosto de 2010

Muerte en Venecia

“Los sentimientos y observaciones del hombre solitario son al mismo tiempo más confusos y más intensos que los de la gente sociable; sus pensamientos son más graves, más extraños y siempre tienen un matiz de tristeza. Imágenes y sensaciones que se esfumarían fácilmente con una mirada, con una risa, un cambio de opiniones, se aferran fuertemente en el ánimo del solitario, se ahondan en el silencio y se convierten en acontecimientos, aventuras, sentimientos importantes. La soledad engendra lo original, lo atrevido, y lo extraordinariamente bello, la poesía. Pero engendra también lo desagradable, lo inoportuno, absurdo e inadecuado.”



Thomas Mann
Muerte en Venecia

19 de agosto de 2010

VIAJES

“Cuando los famas salen de viaje, sus costumbres al pernoctar en una ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y averigua cautelosamente los precios, la calidad de las sábanas y el color de las alfombras. El segundo se traslada a la comisaría y labra un acta declarando los muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de sus valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de guardia y sus especialidades.

Terminadas estas diligencias, los viajeros se reúnen en la plaza mayor de la ciudad, se comunican sus observaciones, y entran en el café a beber un aperitivo. Pero antes se toman de las manos y danzan en ronda. Esta danza recibe el nombre de “Alegría de los famas”.

Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marcado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los cronopios no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros: “La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad”. Y sueñan toda la noche que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están invitados. Al otro día se levantan contentísimos, y así es como viajan los cronopios.

Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a ver porque ellas no se molestan.”

Julio Cortázar
Historias de cronopios y de famas

Autora de la fotografía: yo.

18 de agosto de 2010

Si el hombre pudiera decir

Si el hombre pudiera decir lo que ama,
Si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
Como una nube en la luz;
Si como muros que se derrumban,
Para saludar la verdad erguida en medio,
Pudiera derrumbar su cuerpo, dejando sólo la verdad de su amor,
La verdad de sí mismo,
Que no se llama gloria, fortuna o ambición,
Sino amor o deseo,
Yo sería aquel que imaginaba;
Aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
Proclama ante los hombres la verdad ignorada,
La verdad de su amor verdadero.

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
Cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
Alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina,
Por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
Y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
Como leños perdidos que el mar anega o levanta
Libremente, con la libertad del amor,
La única libertad que me exalta,
La única libertad por que muero.

Tú justificas mi existencia;
Si no te conozco, no he vivido;
Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.


Luis Cernuda
Los placeres prohibidos

El cartero de Neruda

"―Don Pablo, estoy enamorado.
―Eso ya lo dijiste. ¿Y yo en qué puedo servirte?
―Tiene que ayudarme.
―¡A mis años!
―Tiene que ayudarme, porque no sé qué decirle. La veo delante de mí y es como si estuviera mudo. No me sale una sola palabra.
―¡Cómo! ¿No has hablado con ella?
―Casi nada. Ayer me fui paseando por la playa como usted me dijo. Miré el mar mucho rato, y no se me ocurrió ninguna metáfora. Entonces, entré a la hostería y me compré una botella de vino. Bueno, fue ella la que me vendió la botella.
―Beatriz.
―Beatriz. Me la quedé mirando, y me enamoré de ella.

Neruda se rascó su plácida calvicie con el dorso del lápiz.

―Tan rápido.
―No, tan rápido no. Me la quedé mirando como diez minutos.
―¿Y ella?
―Y ella me dijo: “¿Qué miras, acaso tengo monos en la cara?”
―¿Y tú?
―A mí no se me ocurrió nada.
―¿Nada de nada? ¿No le dijiste ni una palabra?
―Tanto como nada de nada, no. Le dije cinco palabras.
―¿Cuáles?
―¿Cómo te llamas?
―¿Y ella?
―Ella me dijo “Beatriz González”.
―Le preguntaste “cómo te llamas”. Bueno eso hace tres palabras. ¿Cuáles fueron las otras dos?
―“Beatriz González”.
―Beatriz González.
―Ella me dijo “Beatriz González” y entonces yo repetí “Beatriz González”."

Antonio Skármeta
El cartero de Neruda

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