«He aquí la clase de rostros que me contrarían. Que confíe un secreto importante, que tome un testigo de mi estremecimiento y mi trastorno frente a la Belleza, que exponga mis entrañas en pleno día, me tropiezo siempre con rostros semejantes. Y ésta no es la expresión que la gente exhibe de ordinario. Con una confusa fidelidad, imitan exactamente mi cómica excitación y se convierten para mí en terroríficos espejos. En estos momentos, el más hermoso rostro llega a ser tan feo como el mío; apenas me he dado cuenta de ello, la importante cosa que yo quería expresar pierde todo su sentido, quedándose con el simple valor de un accidente inopinado…
Entre Tsurukawa y yo caían rectos los rayos de un
sol de plomo. Con su rostro joven, sudoroso, reluciente, las pestañas lanzando
bajo el sol una diminuta llama de oro, las aletas de la nariz dilatadas por el
calor húmedo, Tsurukawa aguardaba a que yo terminara de hablar.
Apenas terminé, me puse colérico. Desde que nos
conocíamos, Tsurukawa no había intentado ni una sola vez bromear a costa de mi
tartamudez. Yo le preguntaba a menudo el porqué. Frente a las pruebas de
simpatía sin efecto –como ya en otras ocasiones he explicado– prefiero de lejos
la burla y el insulto.
Una sonrisa de inefable gentileza cruzó por el
rostro de Tsurukawa.
–Yo soy de los que no prestan atención a esta
clase de cosas –dijo.»
Yukio Mishima
El pabellón
de oro
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