«Gjorg vio cómo la tierra se tambaleaba, después
el suelo se alzó verticalmente con furia para chocar contra su rostro. Se había
desplomado.
Durante un instante el mundo enmudeció por
completo, después, entre el silencio, escuchó unos pasos. Sintió que dos manos
le movían el cuerpo. Me vuelven boca arriba, pensó. En ese momento, algo frío,
quizá el cañón del fusil, rozó su mejilla derecha. Oh, Dios, de acuerdo con
todas las reglas. Trató de abrir los ojos. No supo si lo había conseguido o no,
pero en lugar del gjakës vio algunos
cúmulos de nieve sin fundir y, en medio de ellos, el buey negro que no se
vendería nunca. Eso es todo, pensó, incluso ha durado mucho.
Escuchó todavía los pasos que se alejaban y dos o
tres veces se preguntó: ¿de quién serán? Le resultaban familiares. Ah, sí, los
conocía perfectamente, como las manos que lo habían puesto boca arriba… Son los
míos, se dijo. El diecisiete de marzo, en el camino cerca de Brezftoht… Perdió
un instante la consciencia, después volvió a oír el resonar de pasos y de nuevo
le pareció que eran precisamente sus propios pasos y que era él, y nadie más
que él, quien corría de aquel modo dejando atrás, tirado en medio del camino,
su propio cuerpo, al que acababa de dar muerte.»
Ismaíl Kadaré
Abril
quebrado
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