23 de diciembre de 2018

Hotel Savoy


«Busco los motivos de que me encuentre tan lejos de ella, y no los descubro. Busco reproches, ¿qué podría reprocharle? Aceptó las flores de Alexander y no las devolvió. Es estúpido devolver flores. Puede que esté celoso. Si me comparo con Alexander Böhlaug, veo que todo lo tengo a mi favor.

Y sin embargo estoy celoso.

No soy un conquistador ni un pretendiente. Si algo se me ofrece, lo tomo y luego lo agradezco. Pero Stasia no se me ofrecía. Quería ser asediada.

Entonces no comprendía —llevaba muchos años solo y sin mujeres— por qué las muchachas actúan de un modo tan solapado y tienen tanta paciencia y tanto orgullo. Stasia no sabía que yo no la hubiera tomado como un triunfador, sino con humildad y agradecimiento. Hoy comprendo que la vacilación es propia de la naturaleza de las mujeres, y que sus mentiras son olvidadas incluso antes de que se produzcan.

A mí me preocupaba demasiado el Hotel Savoy y las personas, me preocupaba demasiado la suerte de los demás y demasiado poco la mía propia. Ante mí tenía a una hermosa mujer que esperaba una palabra mía, y yo no la pronuncié, como un escolar azorado.

Yo estaba insensibilizado. Era como si Stasia tuviera la culpa de mi larga soledad, y ella no podía saberlo. Le reprochaba que no fuese una adivina.

Ahora sé que las mujeres adivinan todo lo que pasa en nosotros, pero que esperan palabras.

Dios puso la vacilación en el alma de la mujer.

Su presencia me excitaba. ¿Por qué no venía a mí? ¿Por qué permitía que la acompañara el oficial de policía? ¿Por qué me pregunta si todavía estoy aquí? ¿Por qué no dice: ¡gracias a Dios que estás aquí!?

Pero es muy posible que, cuando se es una pobre muchacha, no se diga a un pobre hombre: ¡gracias a Dios que estás aquí! Puede que se haya pasado ya el tiempo de amar a un pobre Gabriel Dan, que no tiene ni siquiera una maleta y mucho menos un hogar. Quizá sea ésta la época en que las muchachas amen a Alexander Böhlaug.

Hoy sé que la compañía del oficial de policía fue una casualidad y que la pregunta de Stasia era una confesión. Pero entonces estaba solo y amargado y me comportaba como si yo fuera la muchacha y Stasia el hombre.

Ella se vuelve aún más orgullosa y fría, y yo siento que la distancia entre nosotros es cada vez mayor; me doy cuenta de que cada vez nos sentimos más extraños el uno al otro.

—Seguro que me voy dentro de diez días —digo.
—Si va usted a París, mándeme una postal.
—Con mucho gusto.

Stasia hubiera podido decir: ¡quiero ir contigo a París!

En lugar de ello me pide una postal.

—Le enviaré la Torre Eiffel.
—Haga lo que quiera —dice Stasia.

Y al decir esto no se refiere a la postal, sino a nosotros dos.

Es nuestra última conversación. Sé que es nuestra última conversación. Gabriel Dan, no puedes esperar nada de las muchachas. ¡Pobre Gabriel Dan!

A la mañana siguiente veo que Stasia baja de la escalera del brazo de Alexander. Ambos me sonríen…, yo estoy desayunando en la planta baja. Sé que Stasia acaba de cometer una enorme tontería.

La comprendo.

Las mujeres no comenten las tonterías como nosotros, por ligereza y por desidia, sino cuando son muy desgraciadas.»

Joseph Roth
Hotel Savoy

9 de diciembre de 2018

El hotel de los horrores


 «El día de la boda, Agnes Lockwood se sentó sola, en la salita de su casa de Londres, para quemar las cartas que Montbarry le escribió tiempo atrás.

En la descripción que la condesa había hecho de ella al doctor, ni siquiera había aludido al atractivo que más distinguía a Agnes: la inocente expresión de bondad y pureza que atraía desde luego a los que se acercaban a ella. De piel blanca y ademanes tímidos, parecía natural hablar de ella como de “una niña”, si bien ya se aproximaba a los treinta años de edad. Vivía sola, con una antigua niñera que la quería profundamente, de una modesta renta, suficiente para mantenerse las dos. En su cara no se notaba la menor señal de disgusto mientras rompía lentamente las cartas de su falso enamorado y tiraba los trozos al fuego que se había encendido para consumirlos. Por desgracia para ella, era una de esas mujeres que sienten demasiado profundamente para encontrar consuelo en las lágrimas.»

Wilkie Collins
El hotel de los horrores

4 de diciembre de 2018

Doña Perfecta


«Pepe Rey no gustaba de entablar vanas disputas, ni era pedante, ni alardeaba de erudito, mucho menos ante mujeres y en reuniones de confianza; pero la importuna verbosidad agresiva del Canónigo necesitaba, según él, un correctivo. Para dárselo le pareció mal sistema exponer ideas que, concordando con las del Canónigo, halagasen a éste, y decidió manifestar las opiniones que más contrariaran y más acerbamente mortificasen al mordaz penitenciario. “Quieres divertirte conmigo —dijo para sí—. Verás qué mal rato te voy a dar.

Y luego añadió en voz alta:

—Cierto es todo lo que el señor penitenciario ha dicho en tono de broma. Pero no es culpa nuestra que la Ciencia esté derribando a martillazos un día y otro, tanto ídolo vano, la superstición, el sofisma, las mil mentiras de lo pasado, bellas las unas, ridículas las otras pues de todo hay en la viña del Señor. El mundo de las ilusiones, que es, como si dijéramos, un segundo mundo, se viene abajo con estrépito. El misticismo en Religión, la rutina en la Ciencia, el amaneramiento en las artes, caen como cayeron los dioses paganos: entre burlas. Adiós sueños torpes; el género humano despierta, y sus ojos ven la claridad. El sentimentalismo vano, el misticismo, la fiebre, el delirio, desaparecen, y el que antes era enfermo hoy está sano, y se goza con placer indecible en la justa apreciación de las cosas. La fantasía, la terrible loca, que era el ama de la casa, pasa a ser criada… Dirija usted la vista a todos lados, señor penitenciario, y verá el admirable conjunto de realidad que ha sustituido a la fábula. El cielo no es una bóveda, las estrellas no son farolillos, la Luna no es una cazadora traviesa, sino un pedrusco opaco; el Sol no es un cochero emperejilado y vagabundo, sino un incendio fijo. Las sirtes no son ninfas, sino dos escollos; las sirenas son focas; y en el orden de las personas, Mercurio es Manzanedo; Marte es un viejo barbilampiño, el conde de Moltke; Néstor puede ser un señor de gabán que se llama monsieur Thiers; Orfeo es Verdi; Vulcano es Krupp; Apolo es cualquier poeta. ¿Quiere usted más? Pues Júpiter, un dios digno de ir a presidio si viviera aún, no descarga el rayo, sino que el rayo cae cuando a la electricidad le da la gana. No hay Parnaso, no hay Olimpo, no hay laguna Estigia, ni otros Campos Elíseos que los de París. No hay ya más bajada al Infierno que las de la Geología, y este viajero, siempre que vuelve, dice que no hay condenados en el centro de la Tierra. No hay más subidas al cielo que las de la Astronomía, y ésta, a su regreso, asegura no haber visto los seis o siete pisos de que hablan Dante y los místicos y soñadores de la Edad Media. No encuentra sino astros y distancias, líneas, enormidades de espacio, y nada más. Ya no hay falsos cómputos de la edad del mundo, porque la Paleontología y la Prehistoria han contado los dientes de esta calavera en que vivimos y averiguado su verdadera edad. La fábula, llámese paganismo o idealismo cristiano, ya no existe, y la imaginación está de cuerpo presente. Todos los milagros posibles se reducen a los que yo hago en mi gabinete, cuando se me antoja, con una pila de Bunsen, un hilo inductor y una aguja imantada. Ya no hay más multiplicaciones de panes y peces que las que hace la industria con sus moldes y máquinas, y las de la Imprenta, que imita a la Naturaleza sacando de un solo tipo millones de ejemplares. En suma, señor Canónigo del alma, se han corrido las órdenes para dejar cesantes a todos los absurdos, falsedades, ilusiones, ensueños, sensiblerías y preocupaciones que ofuscan el entendimiento del hombre. Celebremos el suceso.»

Benito Pérez Galdós
Doña Perfecta

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