«Jueves
28 de febrero
Esta noche conversé con una Blanca casi
desconocida para mí. Estábamos solos después de la cena. Yo leía el diario y
ella hacía un solitario. De pronto se quedó inmóvil, con una carta en alto, y
su mirada era a la vez perdida y melancólica. La vigilé durante unos instantes;
luego, le pregunté en qué pensaba. Entonces pareció despertarse, me dirigió una
mirada desolada, y, sin poderse contener, hundió la cabeza entre las manos,
como si no quisiera que nadie profanara su llanto. Cuando una mujer llora
frente a mí, me vuelvo indefenso y, además, torpe. Me desespero, no sé cómo
remediarlo. Esta vez seguí un impulso natural, me levanté, me acerqué a ella y
empecé a acariciarle la cabeza, sin pronunciar palabra. De a poco se fue
calmando y las llorosas convulsiones se espaciaron. Cuando al fin bajó las
manos, con la mitad no usada de mi pañuelo le sequé los ojos y le soné la
nariz. En ese momento no parecía una mujer de veintitrés años, sino una
chiquilla, momentáneamente infeliz porque se le hubiera roto una muñeca o
porque no la llevaban al zoológico. Le pregunté si se sentía desgraciada y
contestó que sí. Le pregunté el motivo y dijo que no sabía. No me extrañó
demasiado. Yo mismo me siento a veces infeliz
sin un motivo concreto. Contrariando mi propia experiencia, dije: “Oh,
algo habrá. No se llora por nada”. Entonces empezó a hablar atropelladamente,
impulsada por un deseo repentino de franqueza: “Tengo la horrible sensación de
que pasa el tiempo y no hago nada, y nada acontece, y nada me conmueve hasta la
raíz. Miro a Esteban y miro a Jaime y estoy segura de que ellos también se
sienten desgraciados. A veces (no te enojes, papá) también te miro a vos y
pienso que no quisiera llegar a los cincuenta años y tener tu temple, tu
equilibrio, sencillamente porque los encuentro chatos, gastados. Me siento con
una gran disponibilidad de energía, y no sé en qué emplearla, no sé qué hacer
con ella. Creo que vos te resignaste a ser opaco, y eso me parece horrible, porque
yo sé que no sos opaco. Por lo menos, que no lo eras”. Le contesté (¿qué otra
cosa podía decirle?) que tenía razón, que hiciera lo posible por salir de
nosotros, de nuestra órbita, que me gustaba mucho oírla gritar esa
inconformidad, que me parecía estar escuchando un grito mío, de hace muchos
años. Entonces sonrió, dijo que yo era muy bueno y me echó los brazos al
cuello, como antes. Es una chiquilina todavía.»
Mario Benedetti
La
tregua
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