«Esa tarde, pan Jozef se presentó,
patéticamente, ante los partisanos. El bigote y el czub le colgaban de un modo lamentable. Tenía el rostro contraído y
triste del que sufre dolor de muelas: daban ganas de aplicarle una compresa en
la mejilla. Miraba de reojo. Con voz muy débil, dijo:
-Quiero hablar con mi mujer.
-Vete –replicó simplemente Czerw.
Entonces pan Jozef se echó a llorar, de
forma inesperada. Se marchó, pero volvió al día siguiente, y al otro. Pani
Frania ya no estaba en el bosque; Czerw la había llevado a casa de sus padres,
en Murawy. Durante dos semanas, pan Jozef volvió cada día. Cada vez pedía ver a
su mujer, escuchaba los insultos con un aire triste y volvía a irse, sin
atreverse a mirar a nadie a los ojos. Y luego, un buen día, una broma de mal
gusto de Krylenko puso un final inesperado a aquel asunto. Pan Jozef había
llegado al bosque y, siguiendo la costumbre por entonces ya arraigada, pidió
ver a su mujer. Krylenko le miró un buen rato, escupió y dijo:
-Felicidades, posadero. Tengo una buena
noticia para ti. ¡Vas a ser padre!
Los partisanos presentes en la
conversación, aunque habían visto a hombres sufrir y agonizar durante horas,
coincidieron en que “nunca habían visto a un tipo con tan mala cara”. Pan Jozef
no dijo nada. Simplemente, todo el rostro se le hundió, se vació de sangre, y
sus ojos adquirieron una expresión de sufrimiento muy humano. “Casi parecía un
hombre”, declaró más tarde Krylenko, bastante avergonzado, por otra parte, por
las consecuencias de su broma. Porque pan Jozef les dio la espalda y se fue.
Pero no muy lejos. Sólo llegó hasta el primer árbol un poco aislado, un poco
apartado, y allí se sacó los tirantes y se colgó limpiamente de una rama bien
sólida. A los partisanos les pareció que el gesto tenía cierta grandeza, y que
después de todo el corazón de pan Jozef no estaba compuesto sólo de grasa, como
suponía, lo que le valió ser enterrado con una cruz de madera bien plantada sobre
su tumba, como corresponde a un cristiano.»
Romain Gary
El
bosque del odio
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