«La aparente cordialidad y la
alegría expansiva de todos los presentes ocultaban un fondo de rencores y envidias.
Aquellas señoras, clérigos y caballeros particulares estaban divididos en dos
bandos enemigos en aquel instante: el bando de los envidiados y el de los
envidiosos; el de los convidados a comer, que eran pocos, y el de los no
convidados. Aunque se hablaba tanto de tantas cosas, la idea que preocupaba a
todos era la del convite. No se aludía a él y no se pensaba en otra cosa.
Empezaron las despedidas, y los que se iban disimulaban el despecho, cierta
vergüenza; se creían humillados, casi en ridículo. Muchacho había que saludaba
torpemente y salía como corrido. Las señoras eran las que peor fingían
tranquilidad e indiferencia. Algunas salían ruborizadas. Gloscester era de los
que no estaban convidados. La duda que le mortificaba era esta: ¿y él? ¿está convidado
De Pas? No lo sabía, y no quería marcharse sin averiguarlo. Como pasaba el
tiempo, y ya gabinete y salón quedaban poco a poco despejados, el Magistral
creyó que debía irse. Se acercó a la Marquesa, pero no tuvo valor para
despedirse y le habló de cualquier cosa. En aquel momento entró Visitación en
el gabinete, echando fuego por los ojos y mejillas, habló aparte, y “con
permiso de aquellos señores” a la Marquesa y a Obdulia: las tres rodearon al
Magistral y con permiso de los señores —que ya no eran más que el Arcediano y
dos pollos vetustenses insignificantes— tuvieron con él un conciliábulo en que
hubo risas, protestas del Magistral, mimosas y elegantes en los gestos que las
acompañaban. En los murmullos de las damas había súplicas en quejidos, coqueterías
sin sexo, otras con él, aunque honestamente señaladas; Glocester, que fingía
atender a lo que le decían los pollos insulsos, devoraba con el rabillo del ojo
a los del grupo. No cabía duda, le estaban suplicando que se quedase a comer.
Terminó el conciliábulo, salieron Obdulia y Visitación, corriendo, alborotando,
haciendo alarde de la confianza con que trataban a los marqueses, y los jóvenes
se despidieron. Quedaban en el gabinete la Marquesa, el Magistral y Glocester.
Hubo un momento de silencio. El Arcediano se dio un minuto de prórroga para ver
si el otro se despedía también. En el salón se oyó la voz de algunos que decían
adiós al Marqués… ya no quedaban en la casa más que los convidados… Glocester,
sacando fuerzas de flaqueza, se levantó, tendió la mano a doña Rufina, y salió
diciendo chistes, haciendo venias y prodigando risas falsas. Iba ciego; ciego
de vergüenza y de ira. ¡Convidar al otro… a un prebendado de oficio… y
desairarle a él… que era dignidad! ¡Siempre el enemigo triunfante…! Pero ya las
pagaría todas juntas.»
Leopoldo Alas, “Clarín”
La Regenta
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