«El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el
sudor. El cuerpo de aquella mujer hecho de tierra, envuelto en costras de
tierra, se desbarataba como si estuviera derritiéndose en un charco de lodo. Yo
me sentía nadar entre el sudor que chorreaba de ella y me faltó el aire que se
necesita para respirar. Entonces me levanté. La mujer dormía. De su boca
borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al del estertor.
Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me
perseguía no se despegaba de mí.
Y es que no había aire; sólo la noche entorpecida y quieta,
acalorada por la canícula de agosto.
No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi
boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir,
cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos
para siempre.
Digo para siempre.
Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas
haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y
perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.»
Juan Rulfo
Pedro Páramo
Fotografía de Luis Asín.
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