«Bueno, Sylvia, quería hablar
contigo si no te molesta, ¿qué te pasa? Sylvia se queda en silencio, no acaba
de comprender el alcance de la pregunta. Don Octavio se pasa los dedos por el
bigote en un gesto mecánico y prosigue. Estamos a final de curso y entre los
profesores hemos comentado tu rendimiento, ha bajado mucho. Se te pueden
complicar las cosas. A ver, yo no quiero meterme donde no me llaman, pero
siempre puede haber algo… No termina la frase, tiene posados sus ojos sobre los
de Sylvia. Ella recorre con la mirada las estanterías. No, no me pasa nada. ¿Es
falta de motivación, de concentración? No sé, seguro que hay algo en lo que yo
te pueda echar una mano. Tu nivel es bueno, no tienes por qué terminar en un
suspenso. Eso lo entiendes, ¿no?
Sylvia se muerde un mechón de
pelo. Al profesor el bigote le tapa el labio superior y eso le otorga cierto
aire de seriedad, que los ojos, mirados de cerca, desmienten. Los ojos le
centellean y Sylvia se siente intrigada por esa mirada. No consigue responder
nada coherente. Duda si decir mis padres se han separado, pero le suena penoso.
Prefiere guardar silencio. Vamos a hacer una cosa para compensar, ¿vale? Para
ver si podemos echarte una mano. El profesor se pone en pie y busca en su cajón
hasta dar con algunas fotocopias. Por ahí hay cuatro o cinco problemas, son más
juegos de lógica que otra cosa. Quiero que me prepares dos o tres folios donde
desarrolles las soluciones. Prepáratelo en casa, algo razonado, como si fueras
tú quien tuvieras que explicarlo en clase. Puedes sacarlo del libro, claro,
pero que se note que lo entiendes. Es muy sencillo y te lo puntuaré como un
extra. ¿De acuerdo?
Sylvia levanta los ojos, no acaba
de creerse lo que le sucede. ¿Habrá hecho lo mismo con otros alumnos? Sylvia no
pregunta. Vuelve a mirar los ojos de don Octavio. Tienes tres días. Me lo traes
aquí, al despacho, ésta es una cosa entre tú y yo, fuera de la clase. El profesor
da por zanjada la conversación. Sylvia se pone de pie y recuerda todos pasamos
por épocas buenas y malas, pero ahora es cuestión de que aprietes el acelerador
estas dos últimas semanas, no merece la pena dejarlo.
En la calle, un instante después,
Sylvia tiene ganas de llorar. ¿Tan expuesta está su intimidad como para que un
profesor, desde la distancia, sea capaz de intuirla? Con una especie de rayos
X. Lo que conmovía a Sylvia era el interés casi accidental de él. Había cruzado
el pasillo y de pronto al verla sola en la clase había caído en la cuenta de su
bajada de nivel, seguro que recordaba el último y penoso examen, y en lugar de
alejarse de allí se había detenido un instante para interesarse por ella. Algo
debía de haber cruzado en su cabeza durante una milésima de segundo para
decidir asomarse a la clase y hablar con ella. Sylvia, como la mayoría de sus
compañeros, estaba convencida de que era alguien inescrutable para los
profesores. Una cara que se sumaba a un grupo que ocupaba un año de su vida y
luego se perdía para siempre. Mundos que nunca se cruzaban, más allá de la hora
de clase forzosa.
Lo que la dejaba al borde de las
lágrimas era la percepción de que todo había sido abandonado, los estudios, su
familia, los amigos de la clase, para involucrarse en una historia que al
terminar dejaba un páramo seco, frustrante, estéril. Ha estado en otro lado y,
de pronto, el profesor, con una manera profesional, nada intimidatoria, casi
azarosa, la devolvía a su realidad. Estamos aquí, ¿dónde estás tú?, parecía
haberle preguntado.»
David Trueba
Saber perder
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