11 de abril de 2014

Un paseo por el lado salvaje






«Hallie bajaba la primera, con una taza de té hirviendo en la mano y la gata berrenda cojeando a su lado. Era una gata a la que ofendía todo, bastaba con que estuviera vivo. Caminaba al lado de su ama sobre la piedra, pero en cuanto notaba rocío bajo las patas, retrocedía. Hallie levantaba la punta del pie, la gata saltaba, se meneaba y subía hasta su hombro ayudándose de las garras. Y entonces iban juntas a darle los buenos días a los junquillos que crecían entre los adoquines. Aunque entre los adoquines del corazón de Hallie no volvería a brotar ningún junquillo.

Un corazón como una lápida solitaria, cubierta ahora de hierbajos invernales. Bajo ellos, el hijo yacía enterrado, el niño que sólo tenía tres años cuando murió. El que había sorprendido a su madre aquel triste y repentino otoño preguntándole:

-Mamá, ¿me servirá los guantes para el invierno?, ¿y las orejeras?, ¿será caliente mi abrigo?

Sus últimas Navidades, el niño había metido la mano detrás de uno de los adornos luminosos y se lo había acercado a la cara, absorbiendo extasiado su calor, hasta que ella le dijo que lo pusiera en su sitio.

Ahora, nueve enclaustradas Navidades después, ella paseaba maquillada, pintarrajeada y vestida con esmero a la falsa luz nocturna; y algo hinchado con forma de hongo, el tedio como un cáncer vivo, le pesaba en el corazón y en el cerebro.»

Nelson Algren
Un paseo por el lado salvaje

Fotografía de Eudora Welty. 

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