«DON JUAN.—En cuanto a mí, la
belleza me seduce en todos los sitios en donde la encuentro, y cedo fácilmente
a esa dulce violencia con que nos atrae. Por muy atado que esté, el amor que
siento por una hermosa no obliga a mi alma a ser injusto con las otras.
Conservo ojos para ver los méritos de todas, y rindo a cada una de ellas el
culto y los tributos a que nos obliga la naturaleza. Sea lo que sea, no puedo
negar mi corazón a todo lo que veo digno de ser amado; y en cuanto me lo pide
un lindo rostro, diez mil que tuviera, todos se los daría. Las pasiones
nacientes, después de todo, tienen encantos inexplicables, y todo el placer del
amor consiste en el cambio. Saboreamos un dulzor extremado cuando conquistamos,
a fuerza de galanteos, el corazón de una joven beldad, cuando vemos los
pequeños progresos que vamos haciendo en él día tras día, cuando vencemos, a fuerza
de arrebatos de pasión, de lágrimas y de suspiros, el inocente pudor de un alma
que se resiste a deponer las armas, cuando avanzamos palmo a palmo, derribando
todas las pequeñas resistencias que opone, cuando vencemos los escrúpulos en
los que se escuda, llevándola poco a poco al terreno al que queremos llevarla.
Pero cuando ha sido nuestra una vez ya no hay nada que decir; todo lo hermoso
de la pasión ha terminado, y nos adormecemos en la tranquilidad de ese amor
hasta que una nueva beldad viene a despertar nuestros deseos presentando a
nuestro corazón los atractivos encantos de una nueva conquista. En fin, no hay
nada más dulce que vencer la resistencia de una bella criatura; y tengo, en
esta cuestión, la ambición de los conquistadores que vuelan perpetuamente de
victoria en victoria, y no se resignan a limitar sus deseos. Nada hay que pueda
detener la impetuosidad de los míos; me siento con un corazón capaz de amar a
toda la tierra y, como Alejandro, desearía que hubiese otros mundos para poder
extender a ellos mis conquistas amatorias.»
Molière
Don Juan o El festín de piedra
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