28 de octubre de 2011

Un mundo feliz


«–Y ahora sitúenlos de modo que puedan ver las flores y los libros.

Los chiquillos guardaron silencio inmediatamente, y empezaron a arrastrarse hacia aquellas masas de colores vivos, hacia aquellas formas alegres y brillantes que aparecían en las páginas blancas. Cuando ya se acercaban, el sol palideció un momento, eclipsándose tras una nube. Las rosas llamearon, como a impulsos de una pasión interior; un nuevo y profundo significado pareció brotar de las brillantes páginas de los libros. De las filas de críos que gateaban llegaron pequeños chillidos de excitación, gorjeos y ronroneos de placer.

El director se frotó las manos.

–¡Estupendo! –exclamó–. Ni hecho a propósito.

Los más rápidos ya habían alcanzado su meta. Sus manecitas se tendían, inseguras, palpaban, agarraban, deshojaban las páginas iluminadas de los libros. El director esperó verles a todos alegremente atareados. Entonces dijo:

–Fíjense bien.

La enfermera jefe, que estaba de pie junto a un cuadro de mandos, al otro extremo de la sala, bajó una pequeña palanca.

Se produjo una violenta explosión. Empezó a sonar una sirena cada vez más aguda. Timbres de alarma se dispararon locamente.

Los chiquillos se sobresaltaron y rompieron a chillar; sus rostros aparecían convulsos de terror.

–Y ahora –gritó el director (porque el estruendo era ensordecedor)–, ahora pasaremos a reforzar la lección con un pequeño shock eléctrico.

Volvió a hacer una señal con la mano, y la enfermera jefe pulsó otra palanca. Los chillidos de los pequeños cambiaron súbitamente de tono. Había algo casi demencial en los gritos agudos, espasmódicos, que brotaban de sus labios. Sus cuerpecillos se retorcían y cobraban rigidez; sus miembros se agitaban bruscamente, como obedeciendo a los tirones de alambres invisibles.

–Podemos electrificar toda esta zona del suelo -gritó el director, como explicación–. Pero ya basta.

E hizo otra seña a la enfermera.

Las explosiones cesaron, los timbres enmudecieron, y el chillido de la sirena fue bajando de tono hasta reducirse al silencio. Los cuerpecillos rígidos y retorcidos se relajaron, y lo que había sido el sollozo y el aullido de unos niños desatinados se convirtió en el llanto normal del terror.

–Vuelvan a ofrecerles las flores y los libros.

Las enfermeras obedecieron; pero ante la proximidad de las rosas, a la simple vista de las coloreadas imágenes de los gatitos, los gallos y las ovejas, los niños se apartaron con horror, y el volumen de su llanto aumentó súbitamente.

–Observen –dijo el director, en tono triunfal–. Observen.

Los libros y los ruidos, flores y descargas eléctricas; en la mente de aquellos niños ambas cosas se hallaban ya fuertemente relacionadas; y al cabo de las doscientas repeticiones de la misma o parecida lección formarían ya una unión indisoluble. Lo que el hombre ha unido, la naturaleza no puede separarlo.

–Crecerán con lo que los psicólogos solían llamar un odio “instintivo” hacia los libros y las flores. Reflejos condicionados definitivamente. Estarán a salvo de los libros y de la botánica para toda su vida –dijo el director–. Llévenselos.»

 
Aldous Huxley
Un mundo feliz

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