25 de septiembre de 2024

Una habitación propia

«Mi tía, Mary Beton, murió tras sufrir un accidente ecuestre, un día en que salió a pasear en Bombay. La noticia de la herencia me llegó una noche, más o menos al tiempo que se aprobaba la ley del sufragio femenino. Un abogado la dejó en el buzón, y, al abrirla, descubrí que me había dejado quinientas libras al año de por vida. De estas dos cosas ―el voto y el dinero―, confieso que el dinero me pareció infinitamente más importante. Hasta la fecha me había ganado la vida mendigando colaboraciones ocasionales en los periódicos, informando de una exposición de burros allí o de una boda allá; había recibido unas libras por escribir sobres, leer en voz alta a mujeres ancianas, confeccionar flores artificiales o enseñar el abecedario en jardines de infantería. Ésas eran las principales ocupaciones a las que podían aspirar las mujeres antes de 1918. Me temo que no es necesario que describa con detalle la dureza del trabajo, pues es posible que conozcáis a mujeres que lo han desempeñado; ni que me extienda tampoco sobre la dificultad de vivir con lo que se gana, porque quizá lo hayáis intentado. Lo que sigue pareciéndome un castigo peor que cualquiera de estas dos cosas es el veneno del miedo y la amargura que esos días me infundieron. Para empezar, se trataba de un trabajo que no quería hacer, y además tenía que hacerlo como una esclava, halagando y adulando, lo cual quizá no siempre sea necesario, pero lo parecía, y la apuesta era demasiado alta para correr riesgos; y luego estaba el pensamiento de que ese don que era un suplicio ocultar ―un don pequeño pero muy querido para quien lo posee― se iba marchitando, y con él me marchitaba yo, se marchitaba mi alma. Era como el óxido que corroe el esplendor de la primavera, que destruye el corazón del árbol. Sin embargo, como digo, mi tía murió, y cada vez que cambio un billete de diez chelines consigo eliminar parte de ese óxido y esa corrosión; el miedo y la amargura se esfuman. Es asombroso, pensé, mientras me guardaba las monedas en el bolso, al recordar la amargura de aquellos días, el cambio de ánimo que trae consigo la percepción de una renta fija. Ninguna fuerza en el mundo puede arrebatarme mis quinientas libras. Comida, casa y vestido son míos para siempre. Así, no sólo el esfuerzo y el trabajo cesaron para mí, sino también el odio y la amargura. No necesito odiar a ningún hombre; no puede hacerme daño. No necesito halagar a ningún hombre; no tiene nada que ofrecerme. Imperceptiblemente fui adoptando una actitud distinta hacia la otra mitad de la humanidad. Era absurdo echar la culpa a una clase social o a un sexo en su conjunto. Las masas nunca son responsables de sus actos. Se mueven por instintos que escapan a su control. También ellos, los patriarcas, los profesores, afrontan un sinfín de dificultades y deben sortear numerosos obstáculos. Su educación ha sido en ciertos aspectos tan deficiente como la mía. Ha causado en ellos defectos igual de grandes. Cierto es que tenían dinero y poder, pero sólo a costa de albergar en su pecho un águila, un buitre que les arrancaba el hígado y les picoteaba los pulmones eternamente: el instinto de posesión, el furor que los llevaba a codiciar sin descanso las tierras y los bienes ajenos; a construir fronteras y banderas, buques de guerra y gases venenosos; a ofrecer sus propias vidas y las vidas de sus hijos. Os invito a que deis una vuelta por el Arco del Almirantazgo (había llegado a ese monumento) o por cualquier otra avenida consagrada a los trofeos y el cañón, y a que reflexionéis sobre la modalidad de gloria que allí se celebra. O a que observéis al agente de bolsa y al gran abogado bajo el sol de primavera, en el momento en que se disponen a entrar en algún edificio para amasar dinero, dinero, más dinero, cuando en un hecho innegable que bastan quinientas libras al año para vivir plácidamente al sol. Pensé que desvía de ser muy desagradable albergar tales instintos. Son fruto de las condiciones de vida, de la falta de civilización, me dije, fijándome en la estatua del duque de Cambridge, sobre todo en las plumas de su sombrero de tres picos, con un interés inédito en mí. Al caer en la cuenta de estos obstáculos, el miedo y el rencor se transformaron gradualmente en compasión y tolerancia; y al cabo de uno o dos años, la compasión y la tolerancia también desaparecieron y se produjo la mayor liberación de todas, que es la libertad de pensar en las cosas tal como son. Ese edificio, sin ir más lejos, ¿me gusta o no me gusta? Ese cuadro ¿es bonito o no lo es? Ese libro ¿es a mi juicio bueno o no? Lo cierto es que el legado de mi tía había levantado el velo que cubría el cielo para sustituirlo por la imponente figura de un caballero a quien Milton me recomendaba profesar una eterna devoción, para ofrecerme una visión del cielo abierto.»
 
Virginia Woolf
Una habitación propia
 
 

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