12 de enero de 2016

La confesión del pastor anglicano

«—Señor, fíjese en lo que hemos encontrado en el dormitorio del caballero después de que se fuese.

Sabía que el ama era dueña de una buena dosis de esa debilidad característica de su sexo denominada curiosidad. Yo ya me había dado cuenta de que la súbita partida de mi alumno había hecho acrecentar entre las mujeres de mi servicio doméstico la creencia de que era víctima de una desdichada unión. Me pareció que había llegado el momento de terminar con cualquier cotilleo, y me propuse que nadie hurgara en sus cosas durante su ausencia.

—Su único deber en la habitación de mi alumno —le dije al ama— es procurar que esté limpia y debidamente ventilada. No debe tocar sus cartas, o sus papeles, o cualquier otra cosa que haya dejado en la habitación. Ponga de nuevo lo que sea en el lugar donde lo haya encontrado.

El ama no solamente era dueña de una buena dosis de curiosidad, sino que también poseía otra buena dosis de carácter femenino. Me escuchó, se avergonzó e hizo un violento movimiento con la cabeza.

—¿Debo ponerla de nuevo en el suelo, entre la cama y la pared? —un gesto irónico contradecía de tal forma que parecía doblarse a mis deseos—. Fue ahí donde la doncella la encontró, limpiando la habitación. Cualquiera podría ver —siguió el ama indignada— que el pobre caballero se ha ido con el corazón afligido. Y usted, en mi opinión, es el culpable.

Con esas palabras hizo una ligera inclinación y dejó una pequeña fotografía sobre el escritorio.

Me fijé en ella.

De repente, el corazón empezó a latirme angustiado; sentí fatiga: el ama, los muebles, las paredes de la habitación, todo se mecía y giraba de un lado para otro.

El retrato que acababan de encontrar en la habitación de mi alumno era el de Jéromette.»

Wilkie Collins
La confesión del pastor anglicano

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