«Kepa hubiera querido acercarse a ella,
preguntarle cosas. “¿Por qué miras el retrato de tu madre?” Kepa, tal vez,
hubiese querido decir muchas cosas. “Yo no sé qué es lo que buscas. Tal vez tu
madre hubiera entendido a tu pobre, a tu solitario corazón. A veces, Zazu,
tengo miedo. Tengo remordimientos. A veces, pienso que no he sido bueno para
ti.”
Inesperadamente Zazu se acercó a él y le
abrazó. Sus caricias eran casi siempre intempestivas y le sobresaltaban. Sintió
los brazos de su hija, unos brazos duros y nerviosos, que le apretaban el
cuello, haciéndole daño. Kepa los apartó de sí, con un pequeño gruñido.
—Haces daño, haces daño. Ni siquiera sabes…
Zazu se sorprendió, pensando. “Si fuese
Marco… Si fuese él, le apretaría más, mucho más. Si fuese posible, si supiese
que nadie iba a saberlo nunca, yo le apretaría la garganta y lo mataría. Bien
cierto es que lo deseo. Bien cierto es que deseo su muerte más que nada en el
mundo”. Zazu tuvo miedo, de nuevo. “Para que deje de perseguirme. Para no
acordarme de él. Para no pensar dónde estará, qué hará, qué dirá. Para no
esperar inútilmente su llegada, hora tras hora.” Zazu se estremeció. No era posible
todo esto. “Marco, Marco.”»
Ana María Matute
Pequeño
teatro
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