«Siempre que Henry Wilt sacaba al perro a
pasear o, para ser más precisos, cuando el perro le sacaba a él, o, para ser
exactos, cuando la señora Wilt les decía a ambos que se fuesen de casa para que
ella pudiese hacer sus ejercicios de yoga, Henry siempre seguía la misma ruta.
De hecho el perro seguía la ruta y Wilt seguía al perro. Bajaban hasta la
oficina de correos, cruzaban el campo de juegos, luego el puente del
ferrocarril y seguían por el sendero que bordeaba el río. Continuaban,
siguiendo el río, poco más de kilómetro y medio y luego cruzaban otra vez por
debajo de la vía férrea y volvía recorriendo calles cuyas casas eran mayores
que la de Wilt y donde había árboles grandes y jardines y los coches eran todos
Rovers y Mercedes. Era allí donde Clem, un labrador de raza, se sentían
evidentemente más a gusto, y hacía sus cosas mientras Wilt esperaba mirando
alrededor un poco inquieto, consciente de que aquel no era su tipo de barrio y
deseando que lo fuese. Era prácticamente el único momento de su paseo en que él
tenía una cierta conciencia de su entorno. Durante el resto del trayecto el
paseo de Wilt era un paseo interior y seguía un itinerario completamente
distinto de su propia apariencia y de la de su ruta. Era en realidad una
jornada de pensamiento ávido, un peregrinaje por sendas de posibilidad remota
que implicaban la desaparición irrevocable de la señora Wilt, la adquisición
súbita de riqueza, de poder, lo que haría él si le nombrasen ministro de
educación, o, aún mejor, primer ministro. Era algo urdido en parte con una serie
de recursos desesperados y en parte con un diálogo mudo, de tal modo que quien
reparase en Wilt (y la mayoría de la gente no lo hacía) podría haber visto que
sus labios se movían de cuando en cuando y que se le fruncía la boca en lo que
él suponía cariñosamente una sonrisa sardónica cuando abordaba cuestiones o
respondía a argumentaciones con una agudeza de ingenio devastadora. Fue
precisamente durante uno de esos paseos, bajo la lluvia, tras un día
especialmente penoso en la escuela, cuando Wilt consideró por primera vez la
idea de que sólo podrían cristalizar sus esperanzas y podría considerar su vida
algo propio si su mujer era víctima de algún desastre no del todo fortuito.»
Tom Sharpe
Wilt
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