“Escuchó la música unos instantes y después dejó vagar su atención por el mercado, cuyo rumor ascendía hasta ella amortiguado por la altura en que se encontraba. Estuvo así hasta apurar el cigarrillo y después bajó por la escalinata, deteniéndose ante el escaparate de las muñecas. Las había vestidas y desnudas, con pintoresco traje de campesinas o complicados vestidos románticos que incluían guantes, sombreros y sombrilla. Algunas representaban niñas y otras mujeres adultas. Las había de rasgos groseros, infantiles, ingenuos, perversos… Los brazos y manos se alzaban a mitad de un imaginario movimiento en diversas posturas, como si los hubiese sorprendido así el soplo frío del tiempo transcurrido desde que las abandonó, o vendió, o murió, su propietaria. Niñas que al final fueron mujeres, pensó Julia, hermosas o desprovistas de atractivo, que después, alguna vez amaron o quizá fueron amadas, habían acariciado esos cuerpos de trapo, cartón y porcelana con manos que ahora se consumían en el polvo de los cementerios. Pero todas aquellas muñecas sobrevivían a sus poseedoras; eran testigos mudos, inmóviles, que guardaban en sus imaginarias retinas viejas escenas domésticas, ya borradas del tiempo y la memoria de los vivos. Desvaídos cuadros esbozados entre brumas de nostalgia, momentos de intimidad familiar, canciones infantiles, amorosos abrazos. Y también lágrimas y desengaños, sueños reducidos a cenizas, decadencia y tristeza. Quizá, incluso, maldad. Había algo sobrecogedor en aquella multitud de ojos de vidrio y porcelana que la miraban sin parpadear, con la hierática sabiduría que sólo el tiempo posee, ojos inmóviles incrustados en pálidos rostros de cera o cartón, junto a vestidos que el tiempo había oscurecido hasta dar un tono apagado y sucio a puntillas y encajes. Y el cabello peinado o en desorden, pelo natural –el pensamiento la hizo estremecerse- que había pertenecido a mujeres vivas.”
Arturo Pérez-Reverte
La tabla de Flandes
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