12 de septiembre de 2011

Beatriz y los cuerpos celestes


“El frío de la noche enardecía nuestros abrazos, los suspiros se estrellaban en el edredón, y ante mí se agrandaban aquellos ojos apenas perceptibles, la nariz que se frotaba contra la mía. En medio del silencio nos susurrábamos promesas increíbles, niñerías absurdas, declaraciones tópicas de puro repetidas que reverberaban en múltiples vibraciones, y el tiempo se nos iba en hacer y deshacer la cama. La hice para ella alguna vez, tras descubrir un juego de sábanas de vete a saber tú de quién habría heredado, y le enseñé lo que era un embozo, algo desconocido en aquella tierra tan amiga de los edredones. Opinó que aquello era como un sobre, un sobre diseñado para guardar tesoros. Yo era un tesoro, supongo, desnuda y pura como un recién nacido, acogida en la frialdad y la blancura de las sábanas, en un útero de tela, y ella compartía conmigo aquel refugio, patinando hacia mí a través de la llanura de hielo resbaladizo que era la ropa de cama que yo había tendido y estirado. Deslizándose en mi búsqueda, chocaba en lo oscuro, de pronto, y yo sentía su piel en contacto con la mía. Brotaban chispas eléctricas. Ella susurraba arrastrando las palabras con su voz anaranjada y me contaba las cosas que iba a hacer conmigo. Me hacía reír y mis gorjeos rebotaban en la bóveda de lienzo que me cubría entera. Y entonces sentía como entraba en mí, un ataque luminoso que alumbraba las sábanas. Buscaba con mi lengua la huella de su lengua, hundida en mis salivas.”


Lucía Etxebarria
Beatriz y los cuerpos celestes

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