“La felicidad o la desdicha era una simple cuestión de elasticidad de nuestra facultad de desasimiento. La vida transcurría en un equilibrio constante entre el toma y el deja. Y lo difícil no era tomar, sino dejar, desasirnos de las cosas que merecen nuestro aprecio. Aquí estribaban las posibilidades de felicidad de cada humano: en que su facultad de desasimiento fuese más o menos elástica, en que el hombre estuviese más o menos aferrado a las cosas materiales. Por ello tal vez el secreto básico estuviese contenido en el hecho de no tomar nunca para no tener que dejar nada. Era un remedio negativo, de renunciación, pero, con certeza, el adecuado a mi calidad humana, desprovista de reservas y de capacidad de sacrificio. Lo cuestionable consistía en saber si el hombre tiene alguna probabilidad de subsistir sin aprehender nada, desasido de todo, desconectado de los seres y las cosas que le rodean; si el individuo es capaz de desarrollar su individualidad propia y primitiva sin necesidad de echar mano de recursos extraños a sí.
La cabeza empezaba a calentárseme restregada por el decurso de los primeros razonamientos. Quise imaginarme a un grano de trigo aislado de los demás granos, sin rozarse con ninguno, dentro de un saco; deseé poder concebir un punto de arena en una playa sin conexión alguna con otros puntos; quise aislar una molécula de agua en el seno de la mar, y no me fue posible. La realidad se me imponía con las armas de la lógica. Nada puede existir en el mundo sin una relación de dependencia, de coordinación o de mando. Todo está incrustado en un orden preestablecido, sometido a leyes fatales o voluntarias, pero que por sí hablan ya de una coordinación y un nexo al menos relativos. Deseé imaginarme a un hombre autónomo, independiente de otros hombres y de las cosas en un grado absoluto. Voló mi imaginación a un peñasco solitario del mar mayor del universo. Allí situé a mi hombre imaginario. Le di por oficio el de torrero del faro. Al momento se me impuso de nuevo, implacable, la fuerza de la realidad. Ese hombre venía de algún punto; naturalmente, de otro hombre. El faro debería arder de noche para evitar el naufragio de otros hombres. Sobre esto el torrero había de atender a sus necesidades ineludibles: comer, vestir, cultivar su espíritu. Ya estaba mi hombre encadenado; sujeto a la ráfaga interminable de la dependencia, de la conexión, de la fatal coordinación a otros hombres y a otras cosas. El hombre absolutamente aislado era inconcebible. En ese equilibrio entre el toma y el deja, no era solución posible el no tomar nada para no tener que dejar nada. La encrucijada del desasimiento, en más o en menos, había de llegar forzosamente para todos.”
Miguel Delibes
La sombra del ciprés es alargada
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