10 de julio de 2011

Grandes esperanzas


«En el primer momento no me fijé en todo esto, pero vi más de lo que podía suponer, y observé que todo aquello, que en otro tiempo debió de ser blanco, se veía amarillento. Observé que la novia que llevaba aquel traje se había marchitado como las flores y la misma ropa, y no le quedaba más brillo que el de sus ojos hundidos. Imaginé que en otro tiempo aquel vestido debió de ceñir el talle esbelto de una mujer joven, y que la figura sobre la que colgaba ahora había quedado reducida a piel y huesos.

[...]

―¿Quién es? ―preguntó la dama que estaba sentada junto a la mesa.
―Pip, señora.
―¿Pip?
―El muchacho que ha traído hasta aquí Mr. Pumblechook, señora. He venido a jugar...
―Acércate más, muchacho. Deja que te vea bien.

Al encontrarme delante de ella, rehuyendo su mirada, observé con detalle los objetos que nos rodeaban, y reparé en que tanto el reloj que había encima de la mesa como el de la pared estaban parados a las nueves menos veinte.

―Mírame ―me dijo miss Havisham―. ¿No te da miedo una mujer que no ha visto el sol desde que tú naciste?

Lamento tener que confesar que no dudé en responder que no, lo cual era una gran mentira.

―¿Sabes qué noto aquí? ―preguntó al tiempo que ponía las manos en el costado izquierdo, una sobre otra.
―Sí, señora. ―Me hizo pensar en el joven.
―¿Qué toco?
―Su corazón.
―¡Destrozado!»

 
Charles Dickens
Grandes esperanzas

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