21 de noviembre de 2010

El bosque animado

“—Siempre te quise, Hermelinda. ¿Lo sabías ya?

—No, no lo sabía —respondió ella en voz baja.

Él calló, descontento de haber hablado, con la desalentadora seguridad de haber pronunciado palabras inútiles. La moza se acercó y apoyó la cabeza en su hombro. Geraldo, repentinamente feliz, no se movió. Transcurrieron unos segundos. Ella observó con dulzura:

—Hueles a la aldea. Me parece como si estuviese en la aldea.

Entonces sintió hacia él una ternura intensa y difusa a un tiempo que no se refería precisamente a aquel hombre, sino a todos los que había amado en las noches de “tuna” de los sábados y en la oscuridad amparadora de las fragas, y el aroma del tojo y de los pinos, y al del humo de las “queiroas” en el fuego del lar, y a los bosques y a los sembrados, a los cariños y a las emociones gozados en aquel trozo de tierra verde y húmedo en el que la vida era feliz, a pesar de todo. En la penumbra distinguía apenas el rostro de Geraldo. Entornó los parpados, echó hacia atrás la cabeza sobre el hombre varonil y ofreció sus jugosos labios juveniles.

Geraldo la apretó contra sí. Ni comprendió las posibilidades del momento ni intentó analizarlas. Rodeó con un brazo el cuerpo de la muchacha y aquella sensación le aisló del mundo. El ronroneo del mar abandonó la playa para sonar dentro de él mismo. La hoguerita de Montealto dejó de mirarlos con su roja pupila. Fuera de aquel rinconcito todo se hundió en inutilidad e indiferencia.

De pronto, Hermelinda alzóse. Pareció bruscamente invadida de tedio.

—Vámonos. Ya es tarde.

Caminaron hacia las calles animadas. Ella había recuperado su aire de alejamiento; él, su timidez y su pierna de palo. Porque se había olvidado por primera vez, en aquellos minutos, de que llevaba una pierna de palo. Como su compañera no hablaba, el mozo intentó suscitar el diálogo, que naufragaba siempre en la concisión de las respuestas.

—Un día —dijo— volverás a Cecebre.
—No sé.
—¿No piensas en ello? Di la verdad.
—La verdad, Geraldo: no creo volver nunca.

Se sintió como repelido por aquellas palabras como devuelto a su condición inimportante, y enmudeció.”


Wenceslao Fernández Flórez
El bosque animado

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