25 de octubre de 2010

Yonqui

“Le pedí que viniera a mi apartamento para darnos un toque. Cuando llegamos a mi casa saqué el instrumental, que no había usado desde hacía cinco meses.

—Si no estás enganchado, es mejor que andes con tiento con este material —me previno—. Es muy fuerte.

Medí como unos dos tercios de cápsula.

—Sobra con la mitad —me dijo—. Es muy fuerte, de veras.
—Así está bien —dije yo. Pero en cuanto saqué la aguja de la vena comprendí que no estaba bien. Noté un suave golpe en el corazón. La cara de Pat comenzó a ponerse negra por los bordes, y el negro se extendió hasta cubrirle todo el rostro. Sentí que mis ojos giraban en sus órbitas.

Recobré el conocimiento varias horas más tarde. Pat se había ido. Estaba tumbado en la cama, con el cuello desabrochado. Me puse de pie y caí de rodillas. Me sentía mareado y me dolía la cabeza. Del bolsillo interior me faltaban diez dólares. Supongo que debió de pensar que ya no los necesitaría.

A los pocos días me tropecé con Pat en aquel bar:

—¡Dios bendito! —dijo—. ¡Crecí que te habías muerto! Te aflojé el cuello y te froté la nuca con hielo y te pusiste completamente azul y pensé: «¡Dios bendito, este hombre se muere, tengo que largarme de aquí!».”


William S. Burroughs
Yonqui

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