«“¿Me escribirá
realmente Graham?”, pensé, sentándome agotada en el borde de la cama.
La Razón llegó sigilosamente
hasta mí en medio de la penumbra de aquel largo y oscuro dormitorio, y me
susurró con calma:
“Tal vez te escriba
una vez. Su generosidad le empujará a hacer ese esfuerzo. Pero no será algo
continuo… puede que no se repita. Sería una auténtica locura confiar en esa
promesa… sería de una ingenuidad delirante confundir un charco pasajero, que
forman unas gotas de agua, con el manantial perenne que se renueva a lo largo
de las estaciones.”
Incliné la cabeza, y
continué enfrascada en mis meditaciones durante una hora. La Razón seguía
hablándome en voz baja, apoyando en mi hombro su mano marchita y rozando mis
oídos con sus labios fríos y amoratados de anciana.
“Y si él te escribiera
—susurraba—, ¿qué? ¿Te las prometes muy felices porque le responderás? ¡Ah!
¡Estás loca! ¡Te prevengo! Que tu contestación sea breve. No esperes el deleite
del corazón… ni la indulgencia del intelecto: refrena los sentimientos, aguza
tus facultades: no pierdas el tiempo pensando en una correspondencia amistosa,
no albergues la esperanza de un entendimiento perfecto.
“Pero he hablado con Graham
y no me has reprendido”, decía yo.
“No —contestaba ella—,
no necesitaba hacerlo. Hablar es una buena disciplina para ti. Tu conversación
es imperfecta. Mientras hablas, no puedes olvidar tu inferioridad… ni alentar
falsas ilusiones: el dolor, las privaciones, las penurias condicionan tu
lenguaje…”.
“Pero —insistía yo—,
cuando la presencia corporal es débil y el habla despreciable, no puede ser un
error emplear el lenguaje escrito para expresar lo que unos labios temblorosos
no logran decir.”
La Razón se limitaba a
responder:
“Acaricia esa idea por
tu cuenta y riesgo, o deja que su influencia aliente tus cartas.”
“Pero, si siento, ¿no
puedo expresarlo?”
“¡Jamás!”, afirmaba ella.
Yo gemía ante su
amarga severidad. Jamás… jamás… ¡Qué palabra tan dura! La Razón, aquella arpía,
no me permitía alzar la mirada, ni sonreír, ni abrigar esperanzas: no
descansaba hasta verme hundida, descompuesta, acobardada. Según ella, yo sólo
había nacido para ganarme el pan con el sudor de mi frente, esperar la muerte,
y vivir siempre sumida en el abatimiento. Es posible que la Razón estuviera en
lo cierto; pero no es extraño que a veces nos alegremos de desafiarla, huyendo
de su mano de hierro y dando unas horas de holganza a la Imaginación… su suave y brillante
enemiga, nuestro dulce Amparo, nuestra divina Esperanza. Podemos y debemos romper de vez
en cuando las ataduras, a pesar de la terrible venganza que nos aguarda a nuestro
regreso. La Razón es tan vengativa como un diablo: siempre fue tan venenosa
conmigo como una madrastra. Si la hubiera obedecido, habría sido por miedo, no
por amor. Si no hubiera sido por ese Poder que guarda mi secreto y me jura
lealtad, hace mucho tiempo que habría muerto de lo mal que me ha tratado: sus
prohibiciones, su frialdad, su mesa vacía, su lecho helado, sus violentos e
incesantes golpes. A menudo la Razón me ha echado a la calle en medio de la
noche, en pleno invierno, bajo una gélida nieve, arrojándome como único
alimento los huesos roídos abandonados por los perros; ha jurado implacable que
en su despensa no quedaba nada para mí, y me ha negado cruelmente el derecho a
pedir algo mejor…»
Charlotte Brontë
Villette
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