25 de febrero de 2023

La puerta

«―Usted es ciega, y tonta, aparte de cobarde. ―Enumeró mis defectos―. Yo no sé por qué la quiero, solo Dios lo sabe, pero que conste que no se lo merece… A lo mejor con la edad, cuando madure, entrará en razón, aprenderá a apreciar lo bonito y se armará un poco de valor. 

Se marchó dejando la espuela en la mesa. Para evitar que la descubriera mi marido, que estaba a punto de llegar, la recogí. Al mirar la pieza de metal, oxidada y ennegrecida, vi un vivo destello de color rojo: era un granado incrustado en el centro de la espuela. Al limpiar los cachivaches a conciencia antes de llevarlos a mi casa, Emerenc debió de haberse percatado. El regalo, pues, no era la bota en sí, sino la piedra preciosa. Era una pieza perfecta, podía llevarla a un joyero y montar con ella una hermosa alhaja. Estaba allí, mirando el fulgor bermellón de la piedrecita, y una vez más me sentí avergonzada; un fuerte impulso casi me empuja a correr detrás de la vieja, pero me contuve y reflexioné: en definitiva, no debería consentir que ella manifestara sus sentimientos de forma tan desmesurada y brusca. Hacía falta que aprendiese a modularlos un poco más. Hoy en día sé algo que en esa época aún desconocía: que el cariño es una emoción desarticulada por excelencia, y por eso se resiste a ser dosificada con prudencia. Es inútil pretender regular cómo debe encauzar cada uno sus afectos: no hay fórmulas que valgan.
»

Magda Szabó
La puerta

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