«En aquella época
nuestra, en las comarcas próximas al mar la lepra era una enfermedad muy
difundida, y cerca de nosotros había una aldea, Pratofungo, habitada sólo por
leprosos, a los que nos sentíamos obligados a entregar donativos, que recogía
Galateo. Cuando alguien de la costa o del campo era atacado por la lepra,
dejaba parientes y amigos y se iba a Patrofungo a pasar el resto de su vida
esperando que el mal lo devorase. Se hablaba de grandes fiestas para recibir a
cada recién llegado: desde lejos se oían hasta la noche subir sonidos y cánticos
de las casas de los leprosos.
Se decían muchas cosas de Pratofungo, aunque ninguno de los sanos había estado nunca allí; pero todos los rumores coincidían en decir que allá la vida era un perpetuo jolgorio. La aldea antes de convertirse en asilo de leprosos había sido una madriguera de prostitutas donde se daban cita marineros de toda raza y religión, y parecía que las mujeres conservaban todavía las costumbres licenciosas de aquellos tiempos. Los leprosos no trabajaban la tierra, salvo una viña de uva dulce cuyo vinillo los tenía todo el año en un estado de sutil ebriedad. La gran ocupación de los leprosos era tocar extraños instrumentos inventados por ellos, arpas de cuyas cuerdas colgaban muchas campanillas, y cantar en falsete, y pintar huevos con pinceladas de todos los colores como si fuera siempre Pascua. Así, deshaciéndose en músicas dulcísimas, con guirnaldas de jazmín en torno a los rostros desfigurados, olvidaban el consorcio humano del que la enfermedad los había apartado.»
Italo Calvino
El vizconde demediado
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