«Esta vez entran los dos juntos. Uno tira
del saco de dormir. ¡Eh, despierte! ¡Coño, qué peste!, exclama. El otro da una
patada a los pies del saco de dormir. No es un tufo a cadáver, sino más bien a
basura, basura llena de restos de comida, patas de pollo roídas, filtros de
café mohosos. ¡Despierte! Ahora los dos primos se empecinan en lo mismo:
sacarán dinero de ese cajero automático y de ningún otro sitio. Es evidente que
han bebido un poco en la fiesta del instituto; tienen la misma obstinación que
el conductor ebrio que asegura estar en condiciones de coger el coche, la del
invitado que se te pega como una lapa el día de tu cumpleaños, que se toma otra
cerveza (“la última y basta”) y te cuenta por séptima vez la misma historia.
Oiga, tiene que levantarse de aquí. Esto es un cajero automático. Siguen mostrándose correctos: a pesar de la peste, que los hace lagrimear, no pasan al tuteo. Sin duda, el desconocido, el invisible del saco de dormir, es mayor que ellos. Un hombre, seguramente un indigente, pero aun así un hombre.»
Oiga, tiene que levantarse de aquí. Esto es un cajero automático. Siguen mostrándose correctos: a pesar de la peste, que los hace lagrimear, no pasan al tuteo. Sin duda, el desconocido, el invisible del saco de dormir, es mayor que ellos. Un hombre, seguramente un indigente, pero aun así un hombre.»
Herman Koch
La cena
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