«Ya atravesábamos Prusia Oriental, todos hablaban ya de la Victoria. Y él murió… Perdió la vida en el acto… Metralla… Muerte instantánea. En un segundo. Me informaron de que lo habían traído, vine corriendo… Le abracé, no dejé que se llevaran su cuerpo. A sepultar. Cuando la guerra, los enterraban rápidamente: morían de día y, si el combate era corto, enseguida los recogían a todos, traían los cadáveres de todas partes y cavaban un gran hoyo. Echaban tierra por encima. A veces era arena seca. Si mirabas mucho esa arena parecía que estuviera moviéndose. Era estremecedor. La arena se agitaba. Porque debajo… Para mí debajo se encontraban los vivos, hacía nada que todos ellos estaban vivos… Los veía, les hablaba… No me lo creía… Nosotros estábamos aquí, pisando el suelo, y no creíamos que ellos ya estaban allí… ¿Dónde?
No permití que le enterrasen enseguida. Quise que tuviésemos otra noche. Sentarme a su lado. Mirar… Tocar…
Por la mañana… Decidí que lo llevaría a casa. A Bielorrusia. Estaba a miles de kilómetros. Las carreteras de guerra… El mundo patas arriba… Todos creían que me había vuelto loca de dolor. “Debes calmarte. Necesitas dormir.” ¡No! ¡No! Yo iba de un general a otro y así subí hasta el comandante del frente, Rokossovski. Al principio me lo negó… ¡Es una locura! Cuánta gente había sido sepultada ya en las fosas comunes, en suelo ajeno…
Logré que me volviera a recibir.
―¿Quiere que me ponga de rodillas?
―La comprendo… Pero él está muerto…
―No tengo hijos de él. Nuestra casa se quemó. Hasta las fotografías se han perdido. No me queda nada. Si lo llevo a casa, al menos tendré su tumba. Y tendré un lugar al que regresar después de la guerra.
Se calló. Cruzaba el despacho a grandes pasos. Caminaba.
―¿Alguna vez ha amado usted, camarada mariscal? Yo no entierro a mi marido, entierro a mi amor.
Silencio.
―Entonces también quiero morir aquí. ¿Para qué voy a vivir sin él?
El silencio era largo. Después se me acercó y me besó la mano.
Me facilitaron un avión especial para una noche. Subí al avión… Abracé el ataúd… y me desmayé…
Efrosinia Grigórievna Bréus,
capitán, médico»
Svetlana Alexiévich
La guerra no tiene rostro de mujer
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