«No desprecio a los hombres. Si así fuera no
tendría ningún derecho, ninguna razón para tratar de gobernarlos. Los sé vanos,
ignorantes, ávidos, inquietos, capaces de cualquier cosa para triunfar, para
hacerse valer, incluso ante sus propios ojos, o simplemente para evitar sufrir.
Lo sé: soy como ellos, al menos por momentos, o hubiera podido serlo. Entre el
prójimo y yo las diferencias que percibo son demasiado desdeñables como para
que cuenten en la suma final. Me esfuerzo pues para que mi actitud esté tan
lejos de la fría superioridad del filósofo como de la arrogancia del César. Los
hombres más opacos emiten algún resplandor: ese asesino toca bien la flauta,
ese contramaestre que desgarra a latigazos la espalda de los esclavos es quizá
un buen hijo; ese idiota compartiría conmigo su último mendrugo. Y pocos hay
que no puedan enseñarnos alguna cosa. Nuestro gran error está en tratar de
obtener de cada uno en particular las virtudes que no posee, descuidando
cultivar aquellas que posee.»
Marguerite Yourcenar
Memorias
de Adriano
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