«Una tarde, ya de regreso en los
barrancones, derrengados sobre el suelo, muertos de cansancio, con el cuenco de
sopa entre las manos, entró de repente uno de los internos para urgirnos a
salir al patio y contemplar una maravillosa puesta de sol. Allí de pie, vimos
hacia el oeste unos densos nubarrones y el cielo entero plagado de nubes que
continuamente variaban de forma y de color, desde el azul acero al rojo
bermellón. Esa luminosidad menguante contrastaba de forma hiriente con el gris
desolador de los barracones, especialmente cuando los charcos del suelo fangoso
reflejaban el resplandor de aquel cielo tan bello. Luego, tras unos minutos de
silencio y emoción, un prisionero le dijo a otro: “¡Qué hermoso podría ser el mundo…!”».
Viktor Frankl
El
hombre en busca de sentido
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